Raúl Vallejo
(Manta, Ecuador, 1959). Doctor en Historia y Literatura por la Universidad Pablo de Olavide, de Sevilla. Ha publicado en los últimos años: Pubis equinoccial (cuentos, 2013, Premio Joaquín Gallegos Lara); El perpetuo exiliado (2016, Premio Internacional de Novela «Héctor Rojas Herazo», 2015, y Premio Real Academia Española, 2018); Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (ensayo, 2017); y Gabriel(a) (2019, Premio de Novela Corta «Miguel Donoso Pareja», 2018). Es autor de los poemarios Cánticos para Oriana (2003), Crónica del mestizo (2007, Primer lugar en la VI Bienal de Poesía «Ciudad de Cuenca») y Missa solemnis (2008). Con el sello editorial Caza de Libros (Colombia, 2015), publicó Mística del tabernario (galardonado con el Premio de poesía «José Lezama Lima», 2017, otorgado por Casa de las Américas, La Habana, Cuba) y Trabajos y desvelos (2022).
Especial para la revista Ulrika, No. 70, abril 2022
Trabajos y desvelos, de Raúl Vallejo, es un coral cuya tesitura emerge desde el solo del yo, que es autobiográfico y familiar; transita a través de voces femeninas que han protagonizado una historia silenciosa y silenciada; cosecha la voz de la rosa clásica en el poema florecido; hace dúo con imágenes fotográficas; canta una romanza sobre el amor intenso y efímero; evoca la vida que fue en estremecedores trenos; y, en un recitativo de cronista, deja testimonio de este tiempo del coronavirus que aún no termina.
El poeta mexicano Jorge Aguilar-Mora ha señalado sobre este libro: «…Y comenzará: «Yo no soy de aquellos seres imprescindibles…» y terminará: «…persistencia de dogo feliz sin calendario». En efecto, no somos imprescindibles: para ser, solo ser, hay que ser prescindible, hermano de mis hermanos, hermano de mis perros, hermano de mis perlas, hijo de mis palabras. Que seguirán volando, cómplices privilegiadas de la eternidad y del lenguaje: ¿qué secreto tienen que así viven de sobra? Aún estamos a tiempo, por lo menos, de indagarlo: aquí está, Trabajos y desvelos, la elegía de Raúl Vallejo. Que en vida descanse».
La poeta ecuatoriana Maritza Cino Alvear, por su lado, dice que Trabajos y desvelos: «es un recorrido de yoes compartidos: la memoria del niño y del hombre que fabula entre fronteras reales y ficcionales; entre la infancia y la experiencia de la adultez para autorreconocerse y nombrarse a partir de personajes y lugares evocados que construyen su imaginario real-existencial. Un riguroso y admirable ejercicio de introspección, misticismo y desdoblamiento que le permite a su autor fotografiarse ante el espejo».
En este número de Ulrika presentaremos una selección de las distintas secciones del más reciente poemario de Vallejo.
Soy un hombre prescindible
Yo no soy de aquellos seres imprescindibles,
herederos de Brecht que nunca se jubilan.
Mi vergüenza es el hombre necio de Sor Juana
y voy deseante tras el dios de Juan Ramón.
Aquí, Raúl Vallejo: prescindible, en jueves
de mis húmeros. Desdeño dogmas terrenos,
centros comerciales, desfiles militares,
verbo mesiánico y bíblicos patriarcados.
Amo la rosa blanca de Martí; Macondos
rayuelas, matapalos; Dulcineas que son
Aldonzas; pizarras de Mistral y a mi perro.
Harto de charlatanes y politiqueros
camino junto al prójimo de cada día,
el de la vida en futuro imperecedero.
He de morir; me llorarán y luego olvido:
mis libros, si acaso, letras de arte burgués;
polvo mi nombre, en nuestro paralelo cero.
Manuela Sáenz y los marineros del Acushnet
Malvivo sin mi pensión de soldado;
vendo tabaco.
Traduzco a marineros
que no hablan más que inglés
y buscan sirenas de tierra.
Payta-town es polvareda de transeúntes
en su única calle,
nunca sucede nada en este miserable puerto.
Solo el odio de Santander me acompaña.
Los marineros que desembarcan carecen
de buenos modales, arman jaleo
por causa del pisco, los celos, la nostalgia;
parecen soldados en las noches
victoriosas de las campañas libertarias.
Ya no hay héroes
y envejezco de melancolía,
desterrada de mi patria.
La tripulación del ballenero Acushnet
se ha quejado de su capitán.
Los hombres son unos quejicas
cuando no están al mando.
Las autoridades locales
me han pedido
que traduzca los agravios. Llego
al cuartel sobre un borrico
grisáceo y bruma;
y es una punzada el recuerdo
de mi yegua tordilla en Ayacucho
bajo el mando de Sucre.
Nada de aquello existe
junto a los farallones
del destierro y la amargura.
El último testimonio lo dio
un joven barbado de veintidós años,
«Call me Herman», murmuró
con la timidez arrogante del que escoge
llevar el silencio en sí,
antes que caer en el error:
«I would prefer not to».
Alexander Ruden,
el cónsul norteamericano,
anda más ocupado
en sus comercios particulares
que en atender la oficina del consulado.
Con todo, el lío del Acushnet
ha terminado sin muertos.
El joven Melville
—Herman, me dijo que lo llamara—,
me habló del misterio
de las Islas Encantadas
y la caza de la ballena blanca;
algo acerca del hombre
que busca su pierna mutilada
para sanar su alma herida.
Todos buscamos
esa parte de nosotros mismos
que nos fue cercenada
para reconocernos
en el cuerpo completo
que alguna vez existiera.
En Payta-town,
la desmemoria
habrá de calcinarnos
antes que la peste.
Mujer tamil, descalza en Singapur
El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia.
Pablo Neruda, Confieso que he vivido.[1]
Puedo escribir los versos con la sangre,
con los latidos, con mis huesos; esta noche
rencorosa, de aridez en la tierra hollada.
Tras la silente rebeldía de mi cuerpo invadido.
Escribir, por ejemplo: «Nunca lo quise, es cierto,
mas hoy, al amanecer, el señor Neftalí me quiso,
me despojó de mi sari de roja y dorada pobreza».
Violento es cada día de las mujeres de mi raza.
No soy milenaria escultura del sur de la India;
una tamil descalza de la casta de los parias, soy
chandalí de tierra lejana, sin parientes, sin hogar.
La apatía oculta mi miedo, pero no es suficiente.
He acudido cada mañana a vaciar la caja
de excrementos del señor Neftalí; intocable,
indiferente a sus regalos, que no merezco.
La feroz hoguera del solitario me ha quemado
con su brasa desesperada, asida a mi muñeca.
Ya no somos los que fuimos entonces:
el hombre, exhibe su mácula; la estatua,
oculta su herida; pero somos los mismos
de la cópula muda del brahmán y la paria.
La sentencia de los dioses se ha repetido
a través del extranjero de lengua sin luz.
Cruel la memoria de mi carne desgarrada.
No lo quiero, es cierto, y nunca lo quise.
Callada, soñando con elefantes, ausente.
Mi desprecio no le dolerá, pero me basta.
Seré la persistencia de noches consteladas,
en el firmamento infinito, lleno de poesía.
Sor Juana y sus filosofías de cocina
para Cecilia Ansaldo Briones
La rosa de la sabiduría en el infinito jardín de los libros
es belleza efímera, de unos admirada y por otros maldecida;
es deseada por los hijos del maíz sobre el comal al fuego,
es temida por los inquisidores del verso y el pensamiento.
Chile pasilla, culantro tostado, pimienta y ajo, clavo y canela
molidos y puestos a freír como una redondilla en la cazuela,
que el poema es un aderezo espesito de gracias al Creador;
puerco, chorizo y gallina: en mesa de monjas se comparte
clemole oaxaqueño, tortillas de cacahuazintle y una oración.
Dulce de nueces para la virreyna dictó Apolo a mi mollera;
por Aristóteles yo me apiado del nogal y purifico los pétalos
de la rosa en el mortero, enserenados bajo la luna de la poeta.
En la cocina del convento de san Jerónimo una mujer filosofa
y guisa; que los buñuelos se espolvorean con tantito de saberes:
Yo, la peor del mundo, rosa presuntüosa de bello entendimiento.
París, 15 de abril de 1938
En los campos de capulíes de Santiago de Chuco
florece, trilcemente, una rosa llena de mundo.
¡Biba la poesííííía! Y el poeta, ¡ay, muere viviendo!
Nocturno de Pizarnik
pétalos de sangre
de la rosa que en el fuego
habita sus heridas.
a cantar dulce y a morirse luego.
pétalos de seconal
de la rosa que a sí misma
clava sus espinas.
La máquina de coser Singer
Para hablar de la máquina de coser Singer, la que me amamantó con su dulce tucutucu, debo remendar el corazón destartalado por tantos avatares en habitaciones olvidadas.
Para hablar de aquella a quien amo, aunque su ronroneo ya cesó, debo hacer la limpia de mi cerebro y su vanidad. ¿De qué sirve tanta perniciosa inteligencia?
Para hablar de la sencillez de sus costuras debo curarme de tanto clasicismo académico, de tantas inquinas en la borra de mis cafés.
De niño, extraviado, me refugiaba en el arco de la Singer. Sentado sobre su pedal, alfombra de hierro para mi pueril aventura, me sentía el viajante de caminos lluviosos.
La rueda enorme era el volante feliz de mi camión bananero y yo era mi padre que regresaba a casa. Todo olía a tela nueva y aceite Tres en Uno.
Un manojo de fierros dulces, los abrazos de doña Aída durante mis asmáticos desasosiegos nocturnos, una máquina instalada en la casa para coser las soledades de un arpa cubierta de olvido.
De la Singer nacían los vestidos de mi hermana según la última Burda Moden. Los moldes extendidos sobre la mesa del comedor: preludio de la costura doméstica.
Mi madre, manos de tizas y tijeras que daban forma a la tela. Mi madre, una costurera silenciosa en claroscuro al óleo. Mi madre, la máquina Singer que armaba las piezas y los versos.
De la máquina de coser emergieron el hilván de mis pantalones, los disfraces escolares, los cuellos volteados de mis camisas. De ella, la vergüenza oculta de la pobreza del poeta.
El tiempo encogió a la Singer. Mis ojos dejaron de verla como un refugio. Los años y mis piernas me llevaron lejos de su tucutucu. ¡Ah, Rubén Darío y el cansancio del alma!
La edad enmoheció los hierros y se esparció inmisericorde. Somos transeúntes de la vida y en el mar de lo eterno nos espera Alfonsina Storni. La máquina de coser Singer se cubrirá de herrumbre, pero no de olvido.
Adiós a su tucutucu. Estos versos se enhebran en la aguja de aquella que cosió los retazos de la belleza, esa que se aleja siempre que mi mano cree alcanzarla. Mi madre es la ardiente sustancia de mi poesía.
Del bíblico lecho
Besos desnudos y tu piel humedecida en la fulgurante ambrosía de cobre espirituoso.
—Recuérdame poema —susurraste—; lo prosaico es la muerte del amor.
Voluptuosa redondez de la perla sumergida en el líquido ámbar de la copa cristalina de vientre de balón y tallo corto.
Esparcidos sobre la tenue blancura de las sábanas furtivas, fuimos la sola y única carne del bíblico lecho. La ilusión de tu fragancia de madera añeja y nocturnidad quedó impregnada en mí.
Perla de la copa que al fondo de la copa perteneces, fuiste centelleo quemante en mis manos.
—En mi lecho de solo, permanece la frescura de tu memoria de roble, tu armonía de caña de azúcar, vainilla y frutos rojos.
En la oquedad desahuciada de mi abrazo yace tu fulgor de perla fundido en mí. Mis labios secos aún saborean tu piel bañada en la eternidad radiante del ron de solera.
Eva
Se desgranan las horas vespertinas; en mi piel
errante, tu ternura se desliza, perla desterrada.
En las afueras del paraíso existe la gloria por ti.
La casa del artista
La madera añosa respira el óleo arrebatado de sus lienzos y chirría apolillada de olvido. La vida y la muerte copulan desamoradas en el vacío de luces y sombras. Las huellas del crimen no se limpian con vinagre y agua tibia. Por las calles de La Candelaria ya no resuenan los pasos de Jorge Olave, mas él permanece estacionado sobre los tejados del barrio. Atraviesan el claroscuro de la casa del artista: la apremiante labor de sus pinceles, el rumor incesante de sus telas, las libres carcajadas de sus rones. Cruje el maderamen yermo de alma.[2]
Aengus bajo la tierra de Puembo
(19 de octubre de 2009 – 2 de agosto de 2018)
No hay barca que atraviese la laguna hacia lo eterno; ni hay cielo para los perros más que en nuestro humano consuelo. Existen tan solo el amanecer y la noche al final de las horas; ritual de cada día sin el tiempo del antes ni el porvenir ilusorio.
Aengus, diosecillo del amor y la poesía, pelaje de nocturnidad brillante; pecho de algodón acorazado; ojos de tristeza vivaz, eres ausencia que duele al contemplar aquel sillón tuyo, que hoy es vacío definitivo. Ya no más el galope de tus patas aladas ya no tu estampa de caballero en esmoquin ni las cabriolas de tu juguetón contento sobre la alfombra erizada de verde del jardín.
No mejoran los cuerpos con el tiempo como los vinos añejos; los cuerpos se agrian, su sangre es acíbar para el brindis de muerte.
Aengus, caminante de un bosque de asfalto, los años nos consumen la piel, las vísceras, los huesos; engullen nuestra carne de adioses; y tú eres abono amoroso en la tierra de Puembo. Este llanto que verso y duelo humedece mis palabras para que en ellas germinen los paseos por el parque, tus correrías sin brida, ¡esos ladridos y peleas callejeras! …Tu persistencia de dogo feliz sin calendario.
Confinamientos
No hay cómo negar este exilio
de nosotros mismos que estamos viviendo.
La patriecita se deslíe en el país particular de cada casa.
Convivimos ebrios de miedo y la esperanza
es un globo pueril que escapa de nuestra mano.
Lidiamos con aquellos espectros que nos aprietan
la garganta, que desangran nuestra carne y las vísceras,
con los sepultureros que amontonan cadáveres
en las aceras de una ciudad sitiada por la peste de la inequidad.
Permanecemos anclados, barcos temerosos de su desguace,
al fondo de nostalgia de cuando caminábamos bordeando
la ría y había siempre un café para la plática; nos abrazábamos
con esa persona que hizo posible que entonces existamos,
ese prójimo de barbijo cuya memoria nos hace lo que seremos.
Somos el exilio del ser que fuimos, somos sobrevida, respiración
del extrañamiento en el yo, en el único, en su infinita persistencia.
Un momento grave de la vida
«El momento más grave de mi vida es el haber sorprendido de perfil a mi padre», escribió César Vallejo.
Movido por la necesidad de enterrar a su muerto querido y de rendirle honores fúnebres, de no abandonarlo al anonimato de la fosa común o a la caridad de un féretro de cartón, un hijo transportó el cadáver de su padre en un viejo Trooper azul desde Guayaquil hasta la parroquia Cerecita, donde había nacido. En el asiento trasero del yip, viajaba sentado el cadáver con una mascarilla de tela blanca que cubría su nariz y boca.
Sucedió el jueves 9 de abril. Durante el viaje, el hijo compartió el camino hacia la soledad eterna en compañía del difunto. Esa soledad, poblada en vida de los silencios cotidianos con los que platican los varones, se prolongó por cincuenta kilómetros largos. Cuando el hijo regresó del cementerio de Cerecita a la casa familiar —vacía para siempre de padre— pronunció las palabras de su orfandad definitiva:
«El momento más grave de mi vida es haber visto a mi padre, a través del espejo retrovisor, con una mascarilla que le cubría nariz y boca, sentado y muerto, en el asiento trasero del viejo yip azul».
Las cenizas de Nadie
Algún Nadie carece de nombre y las cenizas de su cuerpo se ahogan en la ría caótica del puerto asediado por el coronavirus.
A los familiares de Alba Maruri, de 74 años, les dijeron en el hospital Abel Gilbert Pontón, en el suburbio oeste de Guayaquil, que su pariente había fallecido el 27 de marzo por complicaciones de la COVID-19. El 5 de abril les entregaron sus cenizas. El viernes 24, Aura Maruri fue visitada por funcionarios del hospital que le informaron que su hermana Alba había despertado el jueves 23, luego de quince días en la UCI; ella se identificó sin titubeos y los administradores del hospital se dieron cuenta de que se habían equivocado de muerta. Al cierre de esta crónica, la administración del hospital continúa indagando a quién pertenecen las cenizas que entregadas a los familiares de Alba Maruri.
Algún Nadie es un cofre de cenizas sin dueño.
¿Cómo seremos cuando nos volvamos a ver?
¿Nos acordaremos del libro olvidado que leímos durante el encierro?
¿del instante feliz que nos procuró esa música vuelta a escuchar?
¿de los lunes que perdieron su lento amanecer?
¿de la bulliciosa solitud de un viernes?
¿Disfrutaremos, por sobre todas las cosas,
del rito sagrado de compartir nuestro pan?
¿Nos amaremos en la eternidad de lo breve?
¿Volveremos a la vorágine en la que nos atrapa el mundo,
a los días sin tregua que nos conducen más rápido hacia la muerte?
Raúl Vallejo Corral (Manta, Ecuador, 1959). Doctor en Historia y Literatura por la Universidad Pablo de Olavide, de Sevilla. Ha publicado en los últimos años: Pubis equinoccial (cuentos, 2013, Premio Joaquín Gallegos Lara); El perpetuo exiliado (2016, Premio Internacional de Novela «Héctor Rojas Herazo», 2015, y Premio Real Academia Española, 2018); Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (ensayo, 2017); y Gabriel(a) (2019, Premio de Novela Corta «Miguel Donoso Pareja», 2018).
Es autor de los poemarios Cánticos para Oriana (2003), Crónica del mestizo (2007, Primer lugar en la VI Bienal de Poesía «Ciudad de Cuenca») y Missa solemnis (2008). Con nuestro sello editorial publicó, en 2015, Mística del tabernario, galardonado con el Premio de poesía «José Lezama Lima», 2017, otorgado por Casa de las Américas, La Habana, Cuba. El jurado del premio expresó: «Mística del tabernario explora en sus versos una materia proteica que transita cómodamente de la gravedad al humor, atenta lo mismo a los grandes acontecimientos que a los pequeños sucesos de la vida cotidiana».
Miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua.
Más información en: www.raulvallejo.com
[1] Este poema fue uno de los veinte finalistas, de entre 1.401 participantes, en el XIII Concurso Literario Internacional «Ángel Ganivet» Madrid, 2019.
[2] La foto del taller del artista Jorge Olave (Bogotá 1953-2013) es de la fotógrafa colombiana Marcela Sánchez González, Mara.
PODCAST DE POEMAS DE RAÚL VALLEJO
POEMAS
Autorretrato, 2003
He sido en otras vidas parte de la transparencia condenada
mancebo y aprendiz en academia de filósofo griego
prostituta azotada en las cercanías de un templo repleto de mercaderes
predicador escondido en catacumbas o expuesto en la arena de un coliseo
bruja servida para saciar los escrúpulos de Torquemada
adorador de huacas en tiempos del virrey Toledo
negra en Alabama judío en Auschwitz poeta en Wall Street.
He sido lo que está al margen del camino y que el viajante escupe
la basura que arrojan los decentes sin que nadie los vea
el mal pensamiento de la anciana que no sabe bien por qué suspira
la desenfrenada mano solitaria del quinceañero
el espejo en donde mira el nacimiento de sus formas la núbil desconcertada
las cartas de aquellos amantes que transgredían el espacio con papeles perfumados
soga de ahorcado bola de cristal enmudecida piedra de sacrificio maya.
He sido aquello que el orden y el poder marcaron con fuego
remero de galeón sacudido por el latigazo continuo en las espaldas
enano y hazmerreír en castillos medievales
crítico del mecenazgo en la Florencia renacentista
monja de clausura ávida de mundo y con vocación para las ciencias
curaca sublevado y seguidor de Túpac Amaru
palafrenero de palacio concubina fea madrastra en cuentos de hadas.
He sido lo que se habla en voz baja, lo que está prohibido para menores
lo que se acepta bajo la mesa, lo que se compra a hurtadillas
muchacha adolescente de espectáculo nudista en Bankok
inmigrante trasvestido en el Bosque de Bologna
jinetera comunista en las noches del malecón de La Habana
acompañante de ejecutivos de una agencia de Dupont Circle
mulatillo que deambula madrugadas por las playas de Río
vih positivo aprendiz de masajista amante del alcalde en pueblo chico.
Soy
el mundo lapidado
por los que arrojaron con rabia las primeras piedras.
¿Qué es el éxtasis de tu cuerpo abierto?
¿Qué es el éxtasis de tu cuerpo abierto
cuando yace trémulo amalgamado en mi carne?
Cabalgata de yegua briosa con los cascos
que rozan apenas la hierba erizada de recóndito lecho.
Destello de sol enfurecido sobre el bramido
de ola que suave abandona su espuma
en alborotada sabana tibia.
Arremetida de fulgurantes violines que arrastran
en sus estertores al grave rumor de discretos violonchelos.
Irrupción del verso indomable que doblega
el balbuceo de aprendiz que en las palabras se quema
Ilusión de fragancia encendida con voluptuosa
paciencia sobre la dormida madera seca de Pomasqui.
¿Qué es el éxtasis de tu cuerpo abierto
sino la maravilla del transcurrir
estacionado sobre tu nostálgico seno?
Piel inasible
Si yo pudiera entregarte todo lo que digo que te doy
estuviera de amor vaciado
de mi adentro y fuera nada, ya esfumado ya ido.
…
Un hálito de vida me queda atónito
para darte todo
lo que miento que te doy.
Ciudad de ausencia
Me acuesto clavado, piedra en paraje
de sombras, en la ausencia establecido.
Embriagado de secreto brebaje,
sangre imposible, apenas sostenido.
Mojado bosque de ámbar, en ti me hundo
de luz, bañado en sol, humedecido.
Arremeto orate en túnel profundo,
persisto, insisto, horado envanecido.
¡No evites que detenga la embestida!
¡No cedas un instante a mi sangría!
Destazada fiera, en mi arremetida
yaces gimiendo en vuelo con porfía,
arqueándote, la pelvis refundida.
¡No permitas tregua a la lengua mía!
El náufrago y el delfín
Un delfín canta en la solitaria
noche de su náufrago.
Es una libertad que navega eludiendo redes
un dolor anclado en el costado del hombre
presencia que alivia la garganta del sediento.
Un náufrago se entrega
al embrujo de su delfín.
Es una red que se lanza y atrapa libertades
un costado que se abre sin redención de futuro
ausencia que consume al que baila en el mar.
El delfín le ofrece su canto tibio
y el náufrago lo encierra bajo su costra sin edad.
¡Ay, delfín, triste de ti!
que ofrendas tu canto al náufrago que devora vida.
¡Ay, delfín, triste de mí!
náufrago que ahogué la vida del canto irrepetible.
Sentido del vacío
Extranjera de voces remotas
murmullo de arena humedecida
habitante de mundos inexplorados
regocijo de sol en la piel del asfalto
ciudadana de tiempo al margen de las constelaciones
jolgorio de trópico hechizado.
Arribas a mi Alma agitando
las alas invisibles de la transitoriedad
soplo migrante todo lo abarcas
y en ese todo te estacionas
efímero roce que en mí se impregna
con su huella indeleble.
Retornas a tu patria de campos erizados
por la ausencia de alambradas
espíritu desbocado que encuentra sosiego
en el abrevadero de la intensidad;
sabiduría de cuerpo abierto
que trasciende ausencias.
Eternidad del Alma condenada a su paso huérfano
desde que el Edén devino espectro.
Soy pasajero
hiedra que explora la pasión del muro
y humedece la rugosa superficie.
Fundido en ti
desvanecido en aire
transparencia de viento
ya no soy el yo que era:
quejido de ausencias
fantasma de soledades
desgarrada piel en llaga de tristezas.
Soy transeúnte
cuerpo recobrado de la ceniza
esparcida en otros cuerpos consumados;
adherido a ti
soy el yo recuperado para mi yo diseminado
en la libertad del silencio
envuelto tras la noche de ese mar que multiplica
los azules de orillas desvanecidas.
¡Eres en mi Ser, Oriana,
el sentido del vacío que lo complementa!
De Crónica del mestizo
9
Yo no soy la voz de quienes hablan desde páramos en donde no he sufrido
a través de decires milenarios que mi torpe lengua
se niega a balbucir siquiera
Yo no soy la palabra que pretende apropiarse
de sufrimientos ajenos a mis privados llantos
ni de alegrías bailadas durante el Inti Raymi
ni de rituales de semillas domesticadas
que fecundan la tierra madre de espíritus
cuyo encanto intento descifrar en vano
No soy más que una voz perdida entre millones de voces si acaso
Finitud de vida y certezas puestas en el vaivén de la duda para siempre
Escribano incapaz de escuchar los murmullos de aquellos invocados
10
Vi durante aquel 28 de mayo de 1990 a decenas de indios
con ardides de bisbiseos y rituales de silencio
tomarse la Iglesia de Santo Domingo
como si el alma itinerante del padre Las Casas volviera por sus alegatos
Vi después del 4 de junio la caminata de tres mil
comuneros de Simbagua rumbo a Pujilí
y el susto en rostros amestizados como el mío
Vi a diez mil indios ocupando el estadio de Ambato
y el disgusto ante la osadía de los runas
en los entrecejos fruncidos como el mío
Vi la llegada de ciento veinte comunidades bajando
las lomas que rodean Guaranda
y el asombro petrificado en los de piel blanquiñosa como la mía
Vi la tozudez endurecida de siglos de veinte mil más que cercaban Latacunga
y el atónito silencio de quienes sentimos a la patria y su pasado
en el goloso degustar de chugchucaras, allullas y queso de hoja
Vi también la ira estéril heredada de las encomiendas de antaño
en las voces tronantes pero inútiles de quienes se consideran
descendientes de la patria criolla, posta de la dominación
…declara su fe en la única nacionalidad constitutiva de la República del Ecuador, nacida del grandioso crisol del mestizaje hispano americano, del cual todo ecuatoriano debe enorgullecerse, aglutinando así la diversidad en la unidad…
Y todo lo visto
lo estoy cantando con voz prestada
Final
¡Ah, estulticia ensoberbecida y mala poesía!
¡Ah, resquemor y tartamudeo frente a lo que no se entiende!
¡Ah, palabra cercenada por lo que escapa a las convicciones del corazón!
Esta crónica inconclusa es el testimonio de mi fracaso
de mi azoramiento de mi nada
inscrita en la estrechez de un verbo que no se hizo
ni en el sufrimiento ni en la fiesta ni en las rebeldías
escrita con trazos en deshabitados soliloquios
mientras afuera distinta vida fluye
No soy la voz de otras voces que pueden hablar por sí mismas
Tan solo eco de mis personales angustias y estrechos límites
Imposibilidad de mirar con ojos que no sean
los que me obsequian de limosna estas miopes ansiedades
No soy sino la palabra del vecindario que para mí he fabricado
en deuda por siempre con aquellos que no son yo
ni lo que cercanamente me rodea
Soy lo único que puedo ser y sin traiciones
y hasta de eso dudo pero en ello persisto necio
Voz de mi voz y mi personal profundidad de soledades
y nada más que este pobre palabreo mío.
Mis hermanos en la madre patria
En los domingos veraniegos del parque del Retiro
más amontonados que botellines de cruzcampo
con canastas repletas de tamales y cochinillo, mote y chicharrón,
una dicción que mezcla la cerrazón andina y el desparpajo costeño
con el acento madrileño de todos los sudacas que creen mimetizarse,
cantan mis hermanos que no conozco las tonadas tristes
con las que alegramos nuestra vida en la mitad del mundo.
Deslucen la modernidad de los españoles de sentimientos discretos,
elegantes, poco afectos al melodrama pese a las pelis de Almodóvar.
A los niños pijos de la Castellana les disgusta esa impertinencia migrante
que no olvida el viento melancólico de los páramos de las serranías
que recuerda con su caminar desinhibido el bochinche húmedo de un puerto.
Ah, estos pobres sudacas, que se vayan a los campos de Murcia
que manos se necesitan para esta vendimia, que se queden en Madrid
arreglando las habitaciones de los hoteles que llegan los turistas alemanes.
Pero, joder, que no salgan a las calles con esas cabezas de cerdas
y esas barrigas que sobresalen por la pretina de los jeans mng.
Mis hermanos ecuatorianos, sudacas de pequeña estatura y talla L,
mujeres bellas y dulces como un durazno de Ambato, que cuidan ancianos,
varones decididos a colocar mil bloques de cemento para el edificio del día.
Trabajan en todo lo que esos niños pijos jamás harían aunque les cayera
el ajuste del PP, la severidad de la Merkel y la abolición de la siesta.
Viven amontonados, ahorrando euros, con la sonrisa digna del honrado,
Hablan con faltas de ortografía al pronunciar las ces y las zetas
putean con arrogancia cuando exigen sus derechos en los consulados
tocan guitarra y cantan en los condominios para escándalo de sus vecinos
se visten de Zara y han aprendido el arte del cachondeo y la caña de mediodía.
Los domingos se multiplican en el Retiro y mis hermanos persisten
celebrando la vida, mezclando a Sharon con Julio Jaramillo,
llevando en procesiones a la virgen Churona,
maldiciendo y extrañando y llorando al paisito, imaginario y real; ¡ah!
y una foto de Barcelona Sporting Club, de Guayaquil, en la sala del piso en Lavapiés.
A veces, alguno de ellos, contempla desde el mínimo balcón de su piso
el atractivo vacío que besa el asfalto húmedo de Otoño
por si llegaran los alguaciles con el apremio de la orden de desahucio.
Rosa Elvira Cely, empalada en Bogotá
No solo es el suplicio inenarrable de tu agonía
entre los árboles solitarios del Parque Nacional.
Es la sevicia de un hombre
la complicidad de todos los hombres
la vasta crueldad de la condición masculina.
Tu sexo atravesado por la furia del falócrata
Tu vientre hollado por la violencia del amo
Tu cuerpo que ya no es tuyo sino del tormento.
Rosa Elvira Cely, 35 años, una niña de 12, martirizada
la dignidad de la vida con la atrocidad de tu muerte.
Ante tus ojos de guepardo
¿Cuántos hombres he sido antes de ser el que te sonríe
el que mira tus ojos de guepardo con sus pupilas dilatadas?
Si descubrieras la giba que esconde mi traje
carnosidad secreta que acumula tanto fuego encendido
tanta leña convertida en brasa inextinguible
¿cuál de aquellos hombres preferirías que fuera hoy día?
Estoy hecho de retazos, de parches e hilachas
llevo el olvido adherido a mis huesos
llevo la memoria en mi torrente sanguíneo
Resucitado por la rugiente mirada que me descubre
sobreviviente de lo cotidiano sin heroísmo posible llevo
arena de la playa de mi pueblo en mis torpes zapatos de mundo.
Tú lo sabes mientras acaricias mi mejilla: si solo fuera
memoria existiría como espectro en volandas
Si, en cambio, solo fuera olvido sería sombra
que se desvanece como nieve de verano. Mas soy
memoria y olvido y esta sonrisa mía bebe la prolongación
de vida que la pupila marihuana de tus ojos de guepardo le regalan.
Cartagenera
El sol de la playa de Cartagena
no es el mismo
sol que calienta el asfalto de Bogotá.
Frente al mar de Bocagrande se recorta tu silueta
y, desde la montaña de Monserrate, tan solo el viento de tu recuerdo.
Dos tazas de café sobre una mesa
Un café siempre es un pretexto para otro café
entre uno y otro la vida despierta
en las palabras medidas para cada taza.
En la borra del café primero leo enterrados
tantos lechos en los que soy olvido
despertares con el alma cercenada
cuerpos felices, yertos en la memoria.
Las tazas vacías sobre la mesa albergan
tanto costado desgarrado en cada derrota
confesiones paridas en primaveras dolientes.
Las tazas del segundo café aguardan
nuestras palabras ancladas en el fondo
de esa turbulencia secreta que nos asfixia.
Emergerán sabias, añejadas en tanta renuncia
dispuestas a la vida de otro café.