Luis Miguel Madrid: un poeta de todos nosotros
El pasado domingo, víctima del Covid-19, se despidió de nosotros el querido poeta Luis Miguel Madrid. Él, a quien tan poco gustaban las despedidas.
Rafael Del Castillo, el comité editorial de la revista Ulrika, y el Festival Internacional de Poesía Bogotá al cual fue invitado en varias ocasiones y del que fue generoso colaborador, lamentan la pérdida de este gran amigo.
Lo recordamos con algunos de sus poemas y con una nota que el propio Luis Miguel escribió para nuestra revista Ulrika 47, en ocasión de la conmemoración de los xx años del Festival.
Que las semanas pasen
Que las semanas pasen
para olvidar los años.
Que los peces crezcan
como este inmenso miedo
de ser valiente.
Que vengan cosas y acontecimientos,
que la nada imponga
lo que pueda y en los cajones
donde se archiva la pena
que la muerte viva.
Luis Miguel Madrid
Recuento emotivo
Por Luis Miguel Madrid
El pintor Carlos Santos acudió a los dos últimos recitales del Festival de Poesía de Bogotá en Cartagena de Indias en dos mil nueve. La noche segunda se acercó Santos a saludar, charlamos, le regalé un ejemplar del libro que acababa de presentar, nos despedimos y me marché al bailongo de clausura en la planta segunda del Quiebracantos.
Cuatro horas después, volvió Santos y me mostró el libro que yo le había entregado.
—¡Toma, toma! —dijo Carlos.
—Hombre… ¿tan poco te ha gustado?
—Mira, por favor.
—Vale, pero te advierto que no pienso devolverte el dinero, le dije mientras tomaba el libro y lo iba abriendo.
La visión era grandiosa, cada una de mis cuarenta y tres composiciones estaban ahora completadas con cuarenta y tres maravillosas ilustraciones que matizaban poéticamente lo que la prosa de mis versos había dibujado.
Esta es una de las historias más entrañables disfrutadas en las cinco ediciones del Festival en las que he tenido el placer de participar.
Otra comienza con un señor grande de brazo sonoramente desbocado gritando en la noche cerrada del centro de Valledupar:
—¡Poetas, poetas!
Era el propietario del Bar La Plaza ofreciendo su terraza y barra libre de agasajos y bebercios por el simple hecho de ser unos despistados propagadores del Festival poético de Bogotá. Allí nos instalamos para escucharle a él todo lo que tenía guardado mientras se nos nublaba el cielo a base de ron y algo de hielo. Afortunadamente, para corresponder teníamos a Humberto Ak’abal, el genio maya-quiché que nos acompañaba. Lo hizo con sus versos más seductores y también con seis cuerdas y su voz bolera.
Ese mismo día, habíamos tenido que recorrer tres veces cada barrio hasta encontrar una guitarra para que nos hipnotizara a base de rancheras. Por la noche insistió y triunfó tanto que tuvimos que devolverlo en hombros al hotel donde nos alojábamos.
Me miran asombrados los amigos cuando les retrato mis estancias en Colombia. Me escuchan hablar de La Candelaria, la Casa Silva, el Quiebracantos o la Casa de Citas como si se tratara de las paredes de mi domicilio.
Y llevan razón.
En Colombia, mi domicilio es amplio y abarca desde la 19 en Bogotá hasta Cartagena, pasando por Cali, Villavicencio, atravesando Manizales y desembocando en Valledupar.
Por ejemplo.
Y mucho más. Ocupa sobre todo los importantes ratos de poesía regalados por el montón de amigos que enganché por allí.
Además, añado con simpleza metalúrgica que en cualquiera de los trozos colombianos que he visitado me he sentido bien. Será porque predomina el carácter plácido y transigente, que la cultura gusta, y la conversación, y se aprecia el arte de escuchar y se practica con gracia la delicadeza.
Será por sus gentes.
Veo también la cara oscura, imposible no mirar. Pero ahora, aquí, prefiero sentir que estuviera clareando.
Y aceptar la suerte de los bobos, que me ha sido fiel desde el día que aparecí por primera vez bajo las nubes de Bogotá para estar en su Festival Internacional de Poesía tras una invitación formalísima de su formal director.
Rafael Del Castillo Matamoros, inventor y promotor incansable del evento y de la hermosa Ulrika, me recibió en la planta sexta del antiguo Hotel Bacatá con una bolsa llena de chuches poéticas y un abrazo tan entrañable como si nos conociéramos desde la primera comunión. A Rafael, que es un gran poeta, le ayudaban en el trasiego de colocar, aplacar y organizar poetas otros poetas novedosos. Por allí se las ingeniaban Darío Sánchez Carballo, Jairo Bernal o Rafael Berrío para convertir en anécdotas cada uno de nuestros despistes. Luego llegaron otros trapecistas: Fernando Linero, Paola Cadena, John Junieles, Antonio Castaño… añadiendo voz y dedos a todos los ya puestos en unos festivales pensados para compartir, para aprender, para sentir la poética como si fuera una bandeja paisa.
Se me despistan los años, pero no se me olvidan los versos: los del mago Lêdo Ivo, el funambulista Giovanny Quessep, el alquimista Cisneros y otras diez medias docenas más de poetas chapeldún. Ni la presentación poético cartográfica de Pedro Alejo Gómez, director de la Casa Silva… Me acuerdo mucho de ellos, de los recitales pobladísimos, del respeto por todas las variantes poéticas y me acuerdo sobre todo del calor, la cercanía y el valor que se le da a las palabras en la ciudad de Bogotá.
Me inflé oyendo a gente buena, a poetas imborrables. Como Harold Alvarado Tenorio, poeta grandísimo y director enorme de la prestigiosa Arquitrave. Coincidimos en ganar en años seguidos el mismo premio literario —el Arcipreste de Hita— en España y sin conocemos me recibió en Bogotá y me rodeó de libros, rincones y relatos no explicables.
También me presentó a su gato Borges. Cuando regresó a España le correspondí presentándole a mi perra Isidra. Mi afecto por Harold es grande y disfruto cuanto puedo del placer de su sabiduría tan ajena al mundo conocido.
Se me confunden los años, afortunadamente, pero no se me despistan los acontecimientos ni me olvido de los gestos. Por ello sé, con las dudas cronológicas pertinentes, que en alguno de esos ratos conocí a Mauricio Contreras, poeta noctámbulo, sarcástico y sibilino al que saludan con la misma cordialidad los directores de banco y las señoras que recogen en un carrito los cartones. Con él recorrer los entresijos bogotanos a las horas raras es como acudir al parque al atardecer. Pero arrumbadamente.
Otro de esos días coincidí con Carlos Pachón, narrador, poeta, editor, ganadero y charlador de conciencia contundente, movimiento amable y espíritu relajado. Me ofreció su casa en Villavicencio, en su editorial El Zahir se publicó uno de mis libros, El cine de las sábanas blancas, que él mismo corrigió. Ahora, seguimos charlando a menudo en la distancia del «chat», trata de emborracharme cada vez que nos vemos y nos damos abrazos de verdad.
Se me emborronan las fechas. No puedo evitarlo. En una de ellas volví a ver a Blanca Andreu, desaparecida para mí desde una mañana de junio en la clase de literatura medieval en la Facultad de Filología. En otra conocí a Carmen Nozal, mejicana de Asturias, entrañable y querendona. Ella me presentó «de oídas» a Guadalupe Elizalde, la maravillosa ranchera que bordó «Sinestesia». Con quien tuve el lujo de cartearme durante años (por e.m., claro) hasta conocernos en un almuerzo tan intenso que se alargó hasta dos horas después de cenar en la misma mesa. El asunto del reencuentro es un anhelo próximo a realizarse.
De los fogones sale también la razón sinuosa de Esther Zarraluki o las evidencias pardas de Popo Dada, un buenazo de mirada ancha que mostraba fotos de la entrada a su estupenda casa con un pasadizo de tablas flanqueado por caimanes …aunque «no había problema porque a los caimanes no les gusta comer gente». Y el «performance» que montaba Antonieta Villamil con su poema «Bacatá» a grito pelado o las declamaciones portuguesas de Carlos Almeyda (cariñosamente, el Zampón) en la época que se iba ganando merecidamente su epíteto.
Desde una perspectiva más amplia, miro la presencia española en el Festival y la veo bien cuidada, la organización ha estado bien atenta a lo que en España ha habido, desde la primera edición de hace veinte años, inaugurando el Festival con el entrañable José Agustín Goytisolo, hasta la penúltima, del año pasado, homenajeando antes que nadie a Carlos Edmundo de Ory, fallecido en 2010, tan sólo unos meses antes. Un montón de ediciones en las que la poesía ibérica ha tenido una representación cuidada, mezclando la variedad con el prestigio.
Pero como el color de los pasaportes poco importa, prefiero seguir nombrando detalles querendones: el traje azul con corbata a rayas y flequillo con dos olas de Esteban Moore bajo los 43 grados de Valledupar, las risotadas «crucigramáticas» de Víctor Núñez, los tonos «moderatos in crescendo» de Alejandro Luque, la afectividad «plusquampoética» de Antonio Castaño, la gracia pajarera de Humberto Ak’abal, la sonrisa «tiernoblícua» de Stephanie Alcántar, la pausa «pseudocondescendiente» de Álvaro Matta o el exuberante humor de Jordi Virallonga, que gasta una risa tan reconocible como sus versos tan reconocibles como los mismos Pirineos.
Pero no todo es tan bueno. De hecho, los regresos suelen ser terribles. La tristeza de la despedida suele estar acompañada por un surrealismo bastante calamitoso en mis recuerdos de aduana. Yo intento entenderlo… Un tipo solo, con ojeras de una semana y tanto libro acumulado entre las camisetas no debe ser muy fiable. Me suelen destrozar la maleta, me pinchan la suela de los zapatos, me palpan, me huelen y me aburren cada año.
El día anterior a uno de estos rituales de vuelta, conté en la comida esta reiterada curiosidad y pareció hacer gracia. Sobre todo a Jotamario Arbeláez, al que se le ocurrió regalarme sus Antimemorias con una dedicatoria alusiva: «A LMM, para que le encuentren este libro escondido cuando le registren en el aeropuerto». Por supuesto, me registraron en el control del aeropuerto y rebuscando, este fue precisamente el único libro que miraron, leyendo una y mil veces la dedicatoria mientras me preguntaban mil y una veces sin hablar, sólo con gestos, qué significaba aquello.
Aquel año me tuvieron asediado una larga hora y otros larguísimos tres cuartos. Hicieron lo que quisieron con el contenido y continente de la maleta, y aunque no terminaron de descifrar el «criptograma» de Jotamario, un oficial «filocurioso» decidió regalarse un ejemplar que por allí andaba de mi último poemario y con extraño interés comenzó a hojearlo.
A punto de pasar por fin al túnel de embarque, el oficial me reclamó a gritos. Entre mis carnes cundió el espanto cuando me cerraron el paso.
Miré al oficial que sujetaba mi libro y me miraba fijamente, con algún tipo de extraña indignación.
Con voz solemne aclaró el entuerto:
—¡Estos dos versos no se entienden!
—¿A ver? —dije con la mitad de un cuarto de mi voz. Miré lo que me señalaba y aunque no sé qué le contesté, recuerdo que en ese momento yo tampoco entendía esos dos versos ni los otros doce que les acompañaban.
Finalmente la historia no terminó mal, de hecho quedó el asunto adosado a mi memoria como un detalle más de lo integrada que está la poesía entre los colombianos.
Esto me ha sucedido y más. Pero tengo que ocultar nombres e historias para otras veces. Me han advertido que sólo contara un poco, que nombrara como mucho un tercio de lo acontecido y que de momento esquivara las cuestiones picajosas adyacentes. Ya llegará otra ocasión y nuevos aniversarios. Ahora, enhorabuena a Rafael Del Castillo y a todos y cada uno de los implicados.
Ahora, gloria al XX Festival de la Poesía de Colombia, Bogotá.
Dos poemas de Luis Miguel Madrid
La torpeza
Ya te digo que soy torpe
cuando riego las plantas, cuando trato
de volverme a disculpar ante el hilo de tus ojos.
Que como siempre me enredo, tropiezo y caigo
boca arriba en un pozo de amnesia
en el que sólo recuerdo tu nombre.
De golpe me despierto con la regadera en las manos,
miro las macetas inundadas y las llamo como a ti.
Acaricio sus hojas como si fuera tu pelo,
me asfixio entre sonrisas con su aroma
hasta que choco despistado con tu aliento
y vuelvo a de recordar el mal que te he hecho.
La sobria
La sobria ha vuelto a perder las composturas
y hasta el equilibrio en un arranque
de torpe indecisión.
Es un pellejo de desguace esta muchacha
de cincuenta y tantos: ya se tuerce al caminar,
se bebe el agua del florero,
busca en la basura sus amantes
y a menudo se duerme sentada en el retrete.
Afortunadamente, aún sabe orientarse
y llega a casa haciendo efes,
consultando el esplendor del vino blanco.
Luis Miguel Madrid (Madrid, España, 1960-2020). Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense, especializado en literatura hispanoamericana y el yaveismo candeal. Fue fundador y director de la revista de cultura Babab, socio fundador de arde (Asociación de Revistas Digitales Españolas), presidente de la sociedad editora Mañana es Arte y colaborador en diversas revistas y organizaciones artísticas. Fue miembro del comité editorial de la revista de poesía Ulrika y colaborador de Arquitrave. En Colombia, participó en el Festival Internacional de Poesía de Bogotá (ediciones xi, xiii, xv, xvii y xix), la Feria del Libro de Manizales, y fue sido seleccionado y publicado en varias antologías de poetas españoles colombianos. Su actividad literaria abarcó una variada producción. Como poeta publicó: Rua das janelas verdes (xiv Premio Internacional Arcipreste de Hita, 1994), La caja italiana, Bomarzo, María de los demonios, El cine de las sábanas blancas, El sacrificio de ganar, Un gol en la frente, entre otras obras; como dramaturgo: Coño, El día que me hice caca, Tripa de guanajo, Dulce desazón, etc.; y entre su producción se cuentan también otras publicaciones como cuentista, crítico literario, letrista o chascarrillero.