Leopoldo Teuco Castilla
(Salta, Argentina,1947). Es autor de 22 libros de poesía, además de diez volúmenes de narrativa y ensayo. Poesía suya se tradujo a diez idiomas y antologías de su obra se publicaron en varios países de América Latina y Europa. Obtuvo numerosos premios nacionales e internacionales, entre ellos el Premio Internacional de Poesía Víctor Valera Mora, instituido por el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos de Venezuela y, en su país, el Primer Premio de Poesía de la Ciudad de Buenos Aires, Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, Libro de Oro del año de Fundarte por Libro de Egipto, el Premio de la Academia Argentina de Letras al mejor libro de poesía publicado en el trienio 2013-2015 por su libro Tiempos de Europa y el Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía. Sobre su cuento La redada se filmó el largometraje homónimo dirigido por Rolando Pardo. En 1976 se exilió en Madrid, donde residió durante 21 años, y luego regresó a la Argentina, donde vive actualmente.
Poemas de Leopoldo Teuco Castilla
De Teorema natural (1991)
Superficies
El pájaro intenta
alcanzar al pájaro
que vuela con su nombre
el mar
a esa línea
donde pierde el conocimiento
ninguno retiene su superficie
¿De qué no estamos hechos?
La forma existe
hasta que halle la salida
los límites viajan
la Creación no ha comenzado todavía.
Del libro Baniano (1995)
India
XIX
A Joaquín Giannuzzi y Libertad Demitrópulos
La brasa de la luz
y la carne
dilatando los hombres, afeminando el barro
hicieron Benarés.
¿Hay un sitio
donde se una lo sagrado y el cuerpo
que no sea en el asombro
de ir desapareciendo?
¿Quién sino el hombre que huye
de su propia distancia,
que se va quedando en lo que ya se ha ido
puede,
sin ver su llaga,
mirar un río?
No hay como su sensación
templo tan profundo
que deshunda el agua,
ni inmensidad
como la de seguir naciendo
para perder futuros.
Como el río.
Aquí viene a morir, en una casa azul espera
que se borren el día, sus hijos, el olfato y el tacto.
Junto a su mujer anciana
secreteándose
comen sus huecos,
intersticios de su historia
pedazos de un pan
que nunca podrá ser dividido.
Ella lo ayuda:
si ocupa todo el recuerdo
le vendrá el olvido. Le deja, eso sí, que tenga,
su jarro, su nombre, su sombrero
(todavía está imantado)
y lo lleva al Ganges
para que alce el agua y la aplauda
y la deje caer en la luz
pues para cruzar el infinito
hace falta una infancia.
Junto a él, otros, van perdiendo su alguien
(también su alguien pierde
el que pide salvarse)
Todos
lámparas
con el agua al pecho
entre la vida y la muerte
perplejos
en un fuego sin instantes
hicieron esta turbulencia, estas lenguas sin gravedad
que unge el río
y tiemblan
de tanto adiós sin salir de la carne.
¿Qué media entre ese adolescente que se zambulle
y el niño
que flota
sin luna, en el fondo?
No es la muerte
sino la forma
en que los abandonó el espacio.
¿Qué abisma al hijo con esas varas encendidas
que, antes de prenderle fuego,
da vueltas alrededor de su madre,
que no sea señalar un sitio
pues no hay sustentación
ni pierde distancia lo que cae?
Y entre la muerta
sin fondo, en su mortaja
y el esposo que se afeitó los cabellos
para despedirla
qué se rompe
sino un relámpago
y cada uno vuelve a su soledad
de no ser ni solo
pues a la muerte la une la asimetría.
Ese cadáver que pasa sobre la corriente
con un pájaro vivo
parado
sobre la profundidad de su cabeza
flor de agua
va como el río
de cuerpo presente
en su ausencia.
¿Dónde está Benarés
sino en todo lo lejos que estamos de nosotros?,
cruzando el día
como apagones, haciendo noche
en la fosforescencia,
buscando camino donde sólo hay señales,
cada uno en su espejo
para que el otro no se vea, llamando dios
a lo inestable
queriendo llenar la velocidad
con una piedra
hasta llegar a Benarés
y hundirse en el río
para acabar en alguna forma
y ser uno la salida
a la que nunca llega.
Y el hombre le dice al dios:
esta es mi carne
la única que te queda.
Desde el río se ve el humo
sólo hay una orilla
donde el muerto comienza.
Esa nube es él. Ahora se ve cómo
se sentía
y cual era la forma que se desorientaba
en la forma que él era.
Ahora no importa dónde arde.
Tampoco en la vida
tuvo dentro ni fuera
ni lo retuvo un sitio.
Lleva una luz que la luz no toca.
No se detiene
porque todo lo atraviesa.
Lo dan al río. Se lleva
el agua sus cenizas.
Agua sin agua sentirán que llueve
cuando nunca vuelva.
Del libro El Amanecido (2005)
La mesa de mis dioses
A Pedro González
Bebo con mis dioses,
con Xangó, dios del trueno, protector
del ebrio y del amante,
a quien he visto desimantar a las bahianas
marearlas
como si dentro les copulara una bandera,
que descendió en mí en Santiago de Cuba
por obra y gracia de Orula y de un babalao
cenizo
de cruzar la suerte de los hombres.
Bebo con Vishnú a quien no pude despertar
de su lento absoluto, cuando ascendiendo
una escalera enorme
lo vi yacer, sin mundo,
como una luna esperando el regreso del cielo.
Fue en Bali esa visión. La tierra
desaparecía
devorada por sus delicadezas.
Ofrendo y bebo con la Pachamama, porque le pertenezco
arbolito que yo soy y nunca alcanzo
río que me llamo y nunca vuelvo,
y con el Señor del Milagro,
que brillaba como un fruto
en el terror
en el luto
y el espejismo del alma de mis abuelos.
En la mesa, desnumerando, como suelen,
está el duende, con su mano de lana
y su mano de hierro
cicatrizando sus ojos debajo de la higuera.
Y el diablo, pobre hombre, aparecido en otra dimensión,
tahúr,
que sólo como música puede entrar a este mundo.
De pie, a mis espaldas, está mi muerto. Lo desconozco.
Me dijeron “es alto y tiene el pelo blanco. Lo cuida.”
Un extraño condenado a mi suerte,
un plenilunio de mi cuerpo. Y es que otras formas duran
para sostener tu forma
y están vacíos todos los nacimientos.
Y estoy yo, ateo, sin iglesias,
milagroso.
Y en otro rincón, también yo, con siete años,
mirándome mirar
los sentires de mi madre
y a mi padre ardiendo,
maravillado,
herido
entre cantores difuntos.
Unos recién naciendo,
otros, en la muerte,
maldormidos,
nos amanecemos
aunque nunca llegue el día.
Estamos todos ocupando todo.
No falta nadie.
Y, sin embargo, la mesa está vacía.
Oscuridad
Toco el espejo a oscuras. Una planicie indefensa
donde pierdo mi frontera
y mis huesos pierdo
como si el espacio me hubiera envenenado.
Si cruzo esta noche, si amanece
pínteme la vida
porque nunca es el mismo
el resucitado,
de madre, en el mirar eternamente,
y, de tanto morir,
padre.
Soy yo la oscuridad.
Yo, las inclemencias del que no se ve
y,
porque he visto,
soy el que mendiga.
Del libro Manada (2009)
VI
Éramos la misma criatura
cautiva
de formas esperanzadas.
Un nido de temporales en la energía
y dentro el árbol entero
descendiendo hacia el planeta
como una lámpara.
No son, todavía no son las hojas, la rama y la semilla
pero levita, se balancea
de felicidad, baja
como los copos de nieve
con los párpados cerrados sobre su geometría.
Y con él todos los latidos
que ofuscarán la rosa, los instantes
que caen del jazmín, el sigilo del liquen,
el pavor de la hiedra, el silbo del bambú
y el musgo sordomudo.
Flotan altísimos los pastizales lloradores,
unánime el cardón, la santabárbara de oro del maíz;
exacta la música de la brizna
y en el algarrobo
la salamanca del rayo.
Cuando los vegetales llegaron a la tierra
el agua no conocía a nadie.
Hace mucho que hablan entre ellos, con miedo
en las raíces,
hablan de irse.
Volverán a la luz
encelados
suntuosos
como el viaje nupcial de las abejas
a la misma luz
que entenebra el planeta.
VII
El hombre se ve entero en el ojo del animal
dentro de una gota
cayendo todavía en el aluvión de los astros.
Y ve el tigre tatuado por las llamas del sol
el tigre
clandestino
pisando apenas para no incendiar los campos.
Mira la víbora, guante del rayo,
la astronomía de la araña,
los nervios del relámpago en la cebra,
los meteoritos de los escarabajos,
la noche insepulta del toro
y la lujuria constelada del saurio.
Todo el cosmos preso en la manada.
Menos el colibrí que tiembla, fijo en el aire.
Ese
recién está llegando.
XXIII
En el patio, ahí, en el calor,
soy transparente.
Todavía no soy nadie en los espejos
pero sí el único que jamás va a volver
cuando se interne como un león
en los yuyarales del baldío.
Tengo tres secretos:
todas las noches, despierto,
veo descender la muerte por la escalera
y, dormido,
llegar
la lluvia de fuego del fin del mundo.
Y el tercero:
de día en el mercado, por una moneda,
un viborero me cuelga dos serpientes en el cuello.
A mis padres no les digo nada. Hay que ser hombre.
No saben tampoco que sé volar. Y desaparecer.
Porque todo está lleno de lo que no existe.
Que lo diga mi abuela Lola que no ve
y recuerda a los ángeles
o mi abuela Candelaria que apaga relámpagos
con una cruz de ceniza.
“Dónde andará ese chico” se preguntan, sin darse cuenta
que estoy en todas partes.
Un día me suicido para verme,
para acordarme de mí cuando sea grande.
Sé cuántos gallos asesina el alba
y que las tardes son una sola tarde. Aún no
terminé de contar las estrellas.
Por eso aquí no se muere nadie.
Yo los salvo.
Tengo una espada
y camino por el aire.
Del libro Tiempos de Europa (2014)
Balada de Auschwitz
En la valija de Jacobo caben
una camisa, una fotografía
y el polvo del camino
que adelgazó cuando lo enterraron.
Estos son los anteojos de Issac.
Los de ver irse el mundo
por una grieta de un vagón del tren.
Los limpiaba con su aliento. No podía
respirar si miraba,
si respiraba se quedaba ciego.
Este es el pelo de Esther
encaneciendo solo. Esos
los zapatos de Samuel y la muleta de Aarón
y la pierna de madera de Raquel.
En esta mancha del jergón de paja
se disolvió el niño
al mamar la tiniebla de su madre.
Esa es la tela que tejieron con sus cabellos
( y es que lo frágil
hila el espanto. )
Este es el sobretodo de Josué
donde se encerró. Su casa oscura.
No lo pudieron hallar
cuando lo asesinaron.
Detrás de las barracas
los hambrientos alambrados
el ojo demente de los reflectores
y un patíbulo.
Fuera de Auschwitz todo es nieve
y silencio.
Hombres y mujeres por la tierra.
Por toda la tierra
sombras
de blanco.
Del libro Poesón (al universo) (2016)
Mundos paralelos
En los mundos paralelos
el mismo acto,
con iguales protagonistas,
modifica los hechos,
cambia el final,
trastorna el argumento.
No hay un único destino,
cada opción se cumple
(esa lección está en los sueños).
Si en la suma de todas las combinaciones
está el tiempo abolido,
la eternidad, entonces, no tendría extensión
y podría permanecer
en una inminencia absoluta
el universo.
El busca esa potestad.
Y apuesta.
Pero el azar no descansa.
Si el Todo para cada designio crea un mundo
el azar
para cada mundo
crea un espejismo.
Del libro Guarán (2012)
Selva inundada
El tambaquí, el tucunaré, las pirañas
cazan alguaciles y escarabajos
en la copa de los árboles.
La inundación le comió a la selva
la sombra y el habla.
Las especies mutan:
la anaconda, amniótica,
se ajaguara;
las nervaduras sumergidas
membranan
los murciélagos;
por el tronco del umbauba
emigra
un tropel de pálidos venados.
Sólo las hormigas
anidan, inexpugnables, en su meteoro
de saliva y rabia.
La superficie se desampara
Y detiene el Amazonas
para que mueva el pez buey
su pozo sonámbulo,
vuelva al monte
la leña hambrienta del yacaré
y al ojo fetal del planeta
el círculo
de la victoria regia.
Todos los ciclos fundidos
en el torrente inmóvil:
los segundos del colibrí,
el minuto del insecto,
la hora desolada de los peces
y la eternidad mendiga
del perezoso.
Hasta que haga pie la selva
y un guarán
con un golpe de sangre anuncie
que perdió su doncellez la tierra
desnuda y abierta
como una orquídea
en la hembra luz de su edad de oro.