Juan Gustavo Cobo Borda
(Bogotá, 1948). Poeta, periodista y diplomático. Su obra poética, crítica, antológica, investigativa cultural y editorial constituye referencia obligada en la literatura colombiana de las últimas décadas. Fue director de publicaciones del Instituto Colombiano de Cultura, subdirector de la Biblioteca Nacional de Colombia, secretario cultural de la Presidencia de la República, asesor cultural de las embajadas colombianas en Argentina y España, así como embajador en Grecia. Dirigió por varios años las revistas literarias Eco y Gaceta. Su poesía ha sido traducida al inglés, francés, alemán, griego y otros idiomas. Actualmente es miembro de la Academia Colombiana de la Lengua. Entre sus libros de poesía se cuentan: Consejos para sobrevivir (1974), Salón de té (1979), Almanaque de versos (1980), Casa de citas (1981), Mis penúltimos boleros (1981), Ofrenda en el altar del bolero (1981), Roncando al sol como una foca en las Galápagos (1982), Todos los poetas son santos (1987), Dibujos hechos al azar de lugares que cruzaron mis ojos (1991), Poemas orientales y bogotanos (1992), El animal que duerme en cada uno (1995), Furioso amor (1997), No sabes con cuánto gusto te disfruto, impúdica (1997), El espléndido adiós (1998), La musa inclemente (2001), Por Saron-Penagos-Santander (2002), Mirar con las manos (2006), Poemas ilustrados (2008), La patria boba (2008), Fiebre (2009), Los poetas mienten (2009), Acosado animal (2010), Poesía reunida (2012), Poesía: última trinchera (2014), Doctor Kafka (2015). En 2006, el Festival Internacional de Poesía de Bogotá le rindió un sentido homenaje.
POEMAS DE JUAN GUSTAVO COBO BORDA
Doctor Kafka, X
Vencido, sin fuerza en las piernas,
a una frustración se añade otra,
a una fascinación un rechazo,
a un lenguaje, un bloque de silencio.
Y al no poder continuar,
la dureza del sobreviviente.
Página manchada
de absurdas direcciones
e inútiles teléfonos.
Lo que no empezó ha terminado.
En la estéril gimnasia
de la terapia
con bandas elásticas y pelotas de caucho
se cansa también el poema.
Contrato de prestación de servicios
Acepto ser musa.
El poeta, por su parte, se compromete
a exaltar la reposada madurez de mi belleza.
(Cuanto mira lo desvirtúa).
El haber sobrevivido por medio siglo
entre crisis de desaliento
y euforias un tanto histéricas
me hacen estar presta
para las responsabilidades del cargo.
Me alegra recibir el homenaje imperecedero de la palabra
(tan falaz, tan efímera, tan ruin).
¿Qué tengo para ofrecer a cambio?
El juego perpetuo de atracción y rechazo.
De rigor y libertinaje.
Cuanto anhelo es que me respeten
hasta que yo misma conceda
que me irrespeten en el desafuero,
la impudicia y la dulce exaltación.
Habrá, claro está, días libres
y vacaciones pagadas.
Autógrafo
A los poetas de antes
les pedían, generalmente, un acróstico.
Sólo que ahora,
cuando el rencor es la única palabra
que sé pronunciar,
¿con qué enrevesada caligrafía
(letra palmer, ¿no?)
lograré transmitir el profundo desprecio
que hay en mí?
Aprieto los dientes, y sigo,
exento de todo romanticismo:
mi tarea consiste
en redactar notas necrológicas
dos o tres veces al año.
A quien se debate, también,
entre el abandono y la lástima:
tal podría ser la grandilocuente dedicatoria,
y luego los prolijos catorce versos,
llenos de almíbar.
Qué decirte
que no te hubieran dicho ya,
la muchacha de la casa, la tía solterona:
resignación y experiencia.
A los libros, quítales el polvo;
ordena el closet, y consigue aquellas matas
que siempre has querido para el balcón del
apartamento.
(La tragedia consérvala en secreto).
Cavafis
Las calles de Alejandría están llenas de polvo,
el resoplido de carros viejos y un clima
ardiente y seco cerrándose en torno a cada cosa viva.
Incluso la brisa trae sabor a sal.
En el letargo de las dos de la tarde
hay un ansia secreta de humedad
y el tendero busca en sueños, con obstinación,
la áspera suavidad de una lengua inventando la piel.
Bebe con avidez el agua amarga de la siesta
y despierta cansado por ese insecto que vibra insistente.
La frescura de la tarde desaparece también
y su única huella fue este sudor nervioso
y el bullicio que minuto a minuto agranda los cafés.
Pasan los muchachos, en grupo, alborotando
y aquel hombre comprende
que ninguna palabra logrará atrapar sus siluetas.
La noche devora y confunde
haciendo más largo su insomnio,
más hondos sus pasos por sucias callejuelas.
El amanecer lo encontrará contemplando
ese velero que abandona el muelle
y atraviesa la bahía, rumbo al mar.
Poética
¿Cómo escribir ahora poesía,
por qué no callarnos definitivamente
y dedicarnos a cosas mucho más útiles?
¿Para qué aumentar las dudas,
revivir antiguos conflictos,
imprevistas ternuras;
ese poco de ruido
añadido a un mundo
que lo sobrepasa y anula?
¿Se aclara algo con semejante ovillo?
Nadie la necesita.
Residuo de viejas glorias,
¿a quién acompaña, qué herida cura?
Nuestra herencia
En verdad sólo los viejos odian con razón.
Sólo ellos han hecho el duro aprendizaje
de la trampa doméstica
Oponen así un aire paternal a la usura de los días
y logran llegar inmunes
al tumultuoso desorden de la fiebre,
la boca llena de flemas,
escupiendo sangre y maldiciones
mientras las visitas comienzan a retirarse, en voz baja,
y reanudan su charla en la habitación vecina:
pésames y condolencias.
Ofrenda en el altar del bolero
¿Habrá entonces otro cielo más vasto
donde Agustín Lara canta mejor cada noche?
¿O seremos apenas el rostro fugaz
entrevisto en los corredores de la madrugada?
Aquel bolero, mientras el portero bosteza
y los huéspedes regresan ebrios:
aquel que habla de amores muertos
y lágrimas sinceras. Los amantes
se llaman por teléfono para escuchar
tan sólo su propia respiración.
Pero alguien, algún día, cambiándose de casa
encontrará un poco de aquellos besos
y mientras tararea:
Déjame quemar mi alma en el alcohol de tu recuerdo
escuchará una voz que dice: La realidad es superflua.
Salón de té
Leo a los viejos poetas de mi país
y ninguna palabra suya te hace justicia.
Ni nube, ni rosa, ni el nácar de tu frente.
El pianista estropeará aún más
la destartalada melodía,
pero mientras te aguardo,
temeroso de que no vengas,
Bogotá desaparece.
Deja de ser este bazar menesteroso.
Ni la palabra estrella, ni la palabra trigo,
logran serte fieles.
Tu imagen,
en medio de aceras desportilladas
y el nauseabundo olor de la comida
que fritan en la calle,
trae consigo algo de lo que esta tierra es.
En ella, como en ti, conviven el esplendor y la zozobra.
Borges sueña el otro descubrimiento
La runa es una huella
sobre la superficie de la tierra.
Siémbrala con palabras
que sean granos de centeno, ajonjolí o avena,
Semillas más duras que la muerte.
De allí brotan las diosas
y con leve pie
salpican de girasoles
todo cuanto tocan.
Los héroes, dorados al fuego,
llenan de brío
la página ruda como cuero de carnero.
Por ello, entre hielos,
barcos daneses descubren América
Eric el Rojo, con espada de hierro,
trae un sol anterior a Dios.
Pero también el olifante
para beber un arroyo de lúpulo
o convocar a la guerra.
El largo cuerno, de toro o reno,
anuncia invierno o primavera
pero el otoño es tiempo
de amarillos pergaminos
con sus trazos elocuentes
y su caligrafía de erguidos árboles verbales.
(Sólo que ese dibujo de conceptos
se ve salpicado por diminutas hojas verdes.
Lenguas que vibran impacientes
caldeando el vaho de una boca
al exhalar el poema).
Antes que las naves,
la imaginación toca tierra.
Entrega
Ninguna fue más seductora.
Ni tuvo piel más tersa.
Ni se entregó con más abandono
al besarla debajo de la barbilla
ni irradió más alegría
desde las cinco de la mañana
hasta las diez y media de la noche.
Ni conversó con más entusiasmo
en su propio idioma.
Ni descubrió tanto mundo
–las luces del semáforo,
las gotas de lluvia
en el vidrio–
como esta mujer
de cinco meses apenas
a cuyos pies
caigo rendido
A Paloma