«El compromiso del poeta», por Gabriela Cantú Westendarp
El compromiso del poeta
Desde cierta perspectiva la poesía es imposible de definir. En términos generales se refiere a lo que nos conmueve, a lo que nos descubre lo «Otro», es decir, lo desconocido. Para ser más concreta diré que la poesía es la belleza y, como afirma Rilke, la belleza es aquello que podemos soportar de lo terrible. Así el mundo que nos rodea está repleto de materiales bellos en sí mismos pero que no siempre somos capaces de ver. La primera tarea del poeta es la de observar el mundo. Y la tarea es ardua, el poeta, como un antropólogo, observa con pico y pala, con cincel y pinzas, con toda aquella herramienta que tenga a la mano para descubrir aquello que se le escapa a la mayoría de la gente. Pero el poeta –lo sabemos– no es un reproductor sino un creador. El objeto de arte es un universo en sí mismo y no una réplica de la realidad. Lo que no significa que no sea real. Todo lo contrario: la poesía es realidad pura. Por realidad pura me refiero a aquella que remite al origen de las cosas, aquella que vuelve a nombrarlas cuando las descubre. Pero cómo se acerca el poeta a ese tipo de realidad: a través de la imaginación, ahí radica la fuerza creadora, esa es la facultad mental para producir la obra de arte. La imaginación permite que ocurra una suerte de transformación. Observar y transformar, dos palabras claves en el proceso creativo.
Hoy estamos convocados aquí en Bogotá para celebrar la poesía transformada en palabra, asunto por demás feliz pero complejo. Me explico. Siempre han existido tendencias y escuelas que han influenciado las creaciones artísticas de las diferentes generaciones. Pero hoy nos enfrentamos con un mundo saturado de información y secuestrado por los mercados internacionales. Las creaciones artísticas son frecuentemente sometidas a las tendencias del mercado y a los balances numéricos a favor de las empresas editoriales y en contra, casi siempre, de una oferta de calidad para los lectores. En el norte de México, por poner un ejemplo que me es muy cercano, existe, desde la década de los noventa del siglo pasado, una tendencia a encasillar las producciones literarias de esa zona bajo el nombre de «Literatura del Norte». En realidad bajo esa etiqueta están aquellas piezas, más bien narrativas, que ahondan en la violencia extrema, la guerra entre los «cárteles» de las drogas, la corrupción y el crimen organizado. Por supuesto que hay piezas literarias valiosas sobre el tema, pero muchas otras son solo viles copias y repeticiones formularias. Las mismas editoriales se han encargado de instar a los escritores a irse por ese camino con la excusa de atender las necesidades del mercado. Así el Norte de México se ha visto como algo exótico e instalado en un tipo de producción determinada. El fenómeno ha provocado que el resto de las creaciones hayan sido, en muchos casos, menospreciadas o ignoradas.
«Las creaciones artísticas son frecuentemente sometidas a las tendencias del mercado y a los balances numéricos a favor de las empresas editoriales y en contra, casi siempre, de una oferta de calidad para los lectores.»
Para nuestra suerte todo este movimiento «comercial literario» no ha acallado por completo las producciones ajenas a la etiqueta: «Literatura del norte». El último lustro ha generado espacios alternativos para la publicación de las obras de aquellos escritores que, haciendo caso omiso a las tendencias del mercado, atienden sus necesidades de expresar. Aquellos que se sumergen en las zonas más profundas para alumbrar nuevas realidades. Nombro algunas de las editoriales independientes que están defendiendo –a capa y espada– la buena literatura en Nuevo León: Analfabeta, Regia cartonera, Ediciones Caletita, 27 Editores, Ediciones Oficio, Posdata, Poetazos, Fractal, Hedonistas cansados, Vaso roto y Quico Oropéndula. Debo reconocer aquí, también, el esfuerzo que hacen dos instituciones públicas en este terreno: el Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León y la Casa del Libro de la Universidad Autónoma de Nuevo León. En ambos casos se destinan partidas para la publicación de obras que de otra manera permanecerían inéditas. Destaco también la existencia de talleres de creación literaria que disparan las potencias de los nuevos creadores y defienden los espacios conquistados. Algunos de los lugares que ofrecen talleres de manera permanente son: la Casa de la Cultura, la Casa del Libro, la Fábrica Literaria, Terraza 27, el Laboratorio de la Letras de la Universidad Metropolitana de Monterrey, entre otros.
Digamos entonces que, en Nuevo León, contamos con plumas que defienden sus zonas de creación más allá de las modas y presiones del mercado, y que también existen ciertos espacios que defienden la publicación de poesía y de otros géneros marginales. Pero el asunto no termina ahí. La verdadera culminación está en el lector. El texto literario en general, bajo cierta óptica, es un objeto inacabado sino llega a su lector. Es él quien completa el ciclo de la creación con su lectura e interpretación. El texto poético indudablemente es más exigente con su público, de ahí quizá que esté formado por las llamadas: «inmensas minorías». La buena literatura le exige al lector su participación activa, le pide el ejercicio de la crítica, le reclama su complicidad. La poesía no es solo letra escrita, también es música y silencio, es presencia de la ausencia, es intensidad y misterio, es destino, como diría Roberto Juarroz.
«La buena literatura le exige al lector su participación activa, le pide el ejercicio de la crítica, le reclama su complicidad. La poesía no es solo letra escrita, también es música y silencio, es presencia de la ausencia, es intensidad y misterio, es destino, como diría Roberto Juarroz.»
Nuestro reto más grande hoy en día es la formación de un público lector. Los índices de lectura en México son muy bajos. Según un estudio publicado por el inegi (Instituto Nacional de Estadística y Geografía), en 2012 el promedio anual de libros leídos por persona en México era de 2,94. Además habría que cuestionarse qué tipo de libros leen los mexicanos. No leen poesía, o muy pocos leen este género. Es común que la poesía se lea únicamente entre los mismos creadores, sobre todo cuando nos referimos a poesía escrita por nuestros contemporáneos. Debemos recordar que, comúnmente, en el arte existe un delay. Quiero decir que la digestión del público, cuando se enfrenta a las nuevas formas de hacer arte, es muy lenta. Es un hecho que el tiempo no puede apresurar. Sin embargo, sí hay estrategias que pueden emplearse para ayudar a que el aparato digestivo del lector funcione con mayor efectividad. Me refiero al trabajo que debe ejercer el crítico literario y el reseñista. Estas figuras están a cargo (o deberían estarlo) de interpretar y dar a conocer sus opiniones sobre las obras con el objetivo, entre otros, de despertar el interés del público. Y aquí entraría enlazada la responsabilidad social de los medios de comunicación para la divulgación de estos materiales. La única manera de elevar el nivel cultural de la población es por medio de la lectura, o por lo menos, es la forma más efectiva.
Celebro este Festival de las letras y aprovecho para manifestar mi solidaridad con los poetas de otras partes del mundo que también están luchando por la defensa de la buena literatura. Para un escritor leer es parte de su modus vivendi y operandi. Somos nosotros los que debemos exigir y exigirnos mayor calidad. Para mí es evidente que todo escritor tiene un compromiso con el ejercicio de la crítica. La crítica no es algo que se pueda dejar para mañana porque gracias a ella podríamos elevar el nivel cultural de nuestras naciones. Así el poeta observador, el que trabaja con la meticulosidad del antropólogo, y que experimenta la fuerza transformadora a través de la imaginación, debe ser también un crítico.
Monterrey, N.L., abril de 2015