Carlos Vásquez Tamayo
(Medellin, 1953), Poeta y ensayista. Libros publicasdos en poesía: El Oscuro alimento. Agua tu sed. Desnúdame de mí. Aunque no te siga. Pasos. Cuaderno. Días. Ahora juntos. Curva de río. El libro de Santiago. Pequeña luz. Ceniza.
en Ensayo: La nada luminosa (sobre Alberto Caeiro). Las hojas breves (Las odas de Ricardo Reis). Arder en el tiempo (Pessoa y la heteronimia). El enemigo de la muerte. Abecedario Elías Canetti.
Es Profesor titular Instituto de filosofía Universidad de Antioquia.
Ensayo sobre la Oda 35 de Ricardo Reis
35
Viven en nosotros innúmeros,
si pienso o siento, ignoro
quién es quién piensa o siente.
Soy tan sólo el lugar
donde se siente o piensa.
Tengo más de un alma.
Hay más yos que yo mismo.
Existo, sin embargo,
indiferente a todos.
Los hago callar: yo hablo.
Los impulsos cruzados
de lo que siento o no siento
porfían en quien soy.
Los ignoro. Nada dictan
a quien me sé: yo escribo.
Elogio de la escritura. La poesía no canta, escribir es un leve lamento. Lleno de ecos, repleto de voces, multiplicando su sonido hasta la muchedumbre, Pessoa piensa de comienzo a fin la escritura. Su sin sentido, su absurdo, su inevitabilidad. La escritura es la forma que toma para él el destino. Otros lo viven ignorándolo, hay unos pocos que eligen la vía de la santidad, otros más se entregan ociosos. En el acto de escribir hay un poco de todo eso. Pero hay algo que no está sino ahí, la inmolación del alma a las palabras, el sacrificio de las palabras al alma. En esta mutua donación, la época queda clausurada. Escribir es una acción imposible, se escribe porque no se sabe vivir. Escribir es aceptar la soledad, quedarse con las palabras y ponerse a repartirlas, ordenarlas, para que se vayan yendo guiadas por el pastor de pensamientos que es Pessoa, guardador de las ideas inútiles verdaderas.
Escribir es la deriva de las cosas y las personas. Deriva ordenada, para nada caótica, exige disciplina y entrega, cálculo y concentración. No es una tarea, es más bien el final y la conciencia del final, allí donde nada importa, nada queda, donde nada sirve de nada. Ese estado de absoluta nulidad es la escritura. A veces Pessoa manifiesta hacia ella malestar. Preferiría no hacerlo, parece decir, debería bastar con ver y comprender, en los raros momentos en que todo se nos revela. Que haya que escribirlo es ya actuar por defecto o caer en el exceso de intentar actuar sobre lo que no existe. Pero quedan palabras, sobrevivientes poderosas, seres de inmensa quietud y movilidad, frágiles y fuertes, delicadas y toscas. Escribir acaso sea darle voz al desastre o dejar que se oiga, desde su interior, su vano rumor. Por eso es que el poeta es un testigo, hace lo que le toca, no puede elegir, el tiempo viene para él en forma de palabras y parece que algo le dicta. Él quiere decirlo, sabe que si no lo dice no pasará nada, pero en el casi nada que es su vida algo quedará.
Escribir es algo que se hace y deshace. Es el desasimiento, el desprendimiento. Cuidar las palabras para que se apaguen, decirlas para insistir que no se cree en ellas. Para Pessoa parece ser un gesto de cortesía, como si dijera, ahora que no queda nada, probemos ser corteses, pongamos las palabras donde corresponde, queda la literatura, además de ser la prueba de la inexistencia de dios, es el gesto de aceptación soberana. Pero Pessoa escribe para sí mismo, no hay un gesto dirigido a los demás, apenas si le interesa que haya lectores. Uno escribe para comprenderse, tolerarse, esconderse, salir, arriesgar, dudar, protegerse, viajar, uno escribe para irse, para salir y no volver nunca. Escribir es una forma de alejamiento. También se escribe para protegerse de las andanadas del destino. Entonces la escritura se vuelve dulce, comprensiva, simula que todo está bien, que cada cosa ocupa el lugar preciso y que uno, con sus recursos de simulación, puede aprender a sobrevivir en un mundo que no está hecho a la propia medida.
Para poder vivir en circunstancias arduas uno escribe. Expresa lo inexpresable, dice lo que no sabe, pronuncia aquello que no tiene voz. La escritura es una tarea imposible, no es una labor, no sucede ni transcurre ni pasa. Escribir es vivir: ocurre en un puño cerrado que de pronto se abre y nos deja caer. Nadie puede decir por uno lo que a uno le toca, todo lo que Pessoa escribe le pasa, lo dijo muchas veces y en muchas personas. Y preguntamos qué le pasa y no sabemos decir casi nada, Pessoa sabe que lo único que pasa es lo que escribe y lo que eso dice es muy poco, es decir, todo, lo grave, la angustia y el miedo, las pequeñas alegrías, los vanos contentos, caminadas, estados de contemplación, miserables insomnios y entresueños, encuentros furtivos. Pero sobre todo, escribir se debe a la necesidad de decir lo que no le pasa a uno, eso que uno ni siquiera imagina. Escribir es simular vivir, y sentir lo que no se siente y pensar lo que no se piensa y llevar la vida que uno no tiene.
En un mundo sin gente queda inventar los que no existen, en un mundo sin cosas hay que crear las cosas en las que alguien tan improbable pueda tropezar. Hay que aprender a dar la imagen de algo real, algo en lo que uno no cree, y dársela a uno mismo para no ahogarse de irrealidad. Se escribe para convencerse de que uno no está muerto. Esta es una idea ardua, pessoana hasta la médula. Esta es la idea central. Pensar lo que no existe, decir lo que no hay, recordar lo que no pasó, hablar con quien no viene , multiplicarse en la irrealidad, desdoblarse en la improbabilidad, dejarse habitar por las sombras. A esta tendencia inenarrable, inaudita, loca, le corresponde un sentimiento que Pessoa cultiva de comienzo a fin, la saudade. La saudade es el dolor que no se tiene, la tristeza que no se vive, la nostalgia de lo que no se vivió. Supone sentir lo que no se siente, pensar lo que no se piensa, existir en el corazón mismo de la irrealidad. Expone la única vida verdadera, la que está más allá de la verdad o el error, con una verdad tan frágil que merece ese nombre, la verdad de lo no verdadero.
Porque no queda sino vivir donde nada queda, por eso queda escribir, escribir es lo que queda. En muchas páginas de El libro del desasosiego Pessoa manifiesta esa desazón, tener que escribir, no querer hacerlo, pero ni siquiera pensarlo, escribir es el aire del ahogado. De allí, en medio de esa necesidad, resultan páginas de una inmensa belleza, páginas desesperadas y a la vez naturales, ahogos pero al mismo tiempo la más pausada de las respiraciones. La dificultad se torna palabra certera. Es como decir que se escribe por necesidad, como un salvamento, para un alma que vive en el naufragio. Puede sonar patético pero así es, y si no fuera porque inventamos tantas formas de evasión sentiríamos hasta qué punto esa liberación sin libertad, esa salida de emergencia, tiene que ver con todos. A lo mejor los poetas escriben para que los hombres podamos vivir. Abren un boquete en un cuarto clausurado y por ahí salimos o entra algo de luz, eso no es asunto de cultura, con la poesía es asunto de supervivencia. Sólo alguien que sólo quiere ser un hombre tiene el derecho de hablar a otros hombres. Y dar su testimonio, aunque no se lo proponga y dude sinceramente de que su palabra tenga algo que comunicar. Escribir es tan natural como dormir o despertar, es tener frío cuando hace calor, llorar de alegría. O contenerse y no decir nada, se escribe para callar, se escribe callando. No queda nada por decir y estamos juntos y en situaciones duras nos hacemos compañía. Para escribir hay que apartarse y mirar y entender lo que nos pasa, y saber agotarse en esa mirada que tiene como objeto el sufrimiento. Escribir es apuntar el dolor que todos llevamos con las palabras del propio, porque quedan palabras porque queda dolor y así será siempre.
Se podría escribir un libro sobre escribir, en el caso de Pessoa no hay asunto que abunde más. Querríamos detenernos en esta oda y decir lo que pasa y anunciar lo justo sin interferir. Reis dice: yo escribo, termina la oda con esa afirmación. Hay poemas en que dice que amar es pensar o que sentir es pensar. En este poema dice lo que es, se define, se asume. Entre tanto, yo escribo, y si quieren conocerme tiene que ser ahí, mis escasos 47 años no son sino eso, escrituras, páginas, fragmentos. Aún palabras sueltas, frases inconexas, idiomas y esquemas. Escrituras diversas, variaciones múltiples, intentos y fracasos. Nadie quizás se había escrito tanto, se había desperdigado tan minuciosamente. Esta no es una escritura orgánica, no es un espejo, más bien fragmentos de un cristal roto. En el que se dejan ver pedazos de caras, retazos de voces, sombras furtivas. Una escritura sin unidad, sin coherencia exterior, terriblemente lógica, repetitiva hasta el ahogo, bella y árida como el desierto. Yo escribo: ya sabemos ese yo de qué está hecho, cómo se deshace y se rehace, sin ninguna unidad, cada vez más disuelto, pero con una autoridad y autenticidad a toda prueba. Como si sólo alguien que vaga tanto dentro tuviese derecho a decirlo.
Al mismo tiempo, lo bello de este poema es que da a ver que no se trata de una experiencia privilegiada o exclusiva. Nadie parece estar excluido, es lo que pasa, lo que nos pasa a nosotros, la acuidad de la persona, la movilidad del yo, todos sin unidad, seres del sin y sin con. Viven en nosotros innúmeros, lo sé porque me he atrevido a ignorarme. Lo que uno sabe es porque uno se ignora. Saber es ignorar, ignorar es saber. Cuando presiento que estoy habitado me sé sin saberme. Me conozco desconociéndome, Pessoa dice que conocer es desconocerse concienzudamente. La conciencia es el órgano del desconocimiento metódico, del no pensar riguroso, del no saber continuo y completo.
¿Quién soy yo? Un lugar, el espacio para escribir que no soy nadie. Lugar de encuentro de quienes no existen, un lugar tan real como otro cualquiera. Un recinto lleno de gente. Para llegar a pensar uno tiene que volverse todos y nadie. Hay que aceptar que se es nada para que ese lugar aparezca. Lo bello es que se trata de un lugar de encuentro, quizás el único que merezca ese nombre. Todos los demás simulan ser eso pero sólo son lugares para desencontrarse. Vivimos en un mundo sin lugar. No tenemos lugar en él pero es que no existe ninguno, no hay sino espacios agotados, tierras yermas, aguas desconsoladas. El único lugar que nos queda es un no lugar para el encuentro de las no personas. Ese lugar tiene un nombre, escritura y el sentimiento que lo custodia no podría ser otro que la saudade.
Pero, ¿acaso se trata de una simple alienación? Como si cualquiera pudiera hacerlo y entonces, casi sin esfuerzo, lo que es el único lugar libre podría volverse de inmediato un territorio anhelado, un predio. Este lugar es libre, por eso es tan bella esa palabra, no es casa ni espacio ni lar. Es así como la piensa el poeta Yves Bonnefoy. El lugar es un rincón, entre nosotros el margen. Es el lugar inhabitable de los seres que se otrean sólo a costa de renunciar al espacio. Quedan márgenes y esta escritura es marginal. Es la forma de habitar un mundo sin habitación ni morada. O la morada anónima que Pessoa conoció, un pequeño cuarto perdido en la vasta ciudad. El que se atreve a deshacerse, ese y solo ese debería decir yo, lo demás es la voz impostada y autoritaria de un yo regulado, un yo tiránico y pernicioso. Este que dice yo es inocente, no pretende nada, no podría hacer daño. Es un alma buena, un hombre inofensivo, un ser sin ambición ni potencia. Es el desahuciado del destino. Y dice, existo, existo luego pienso, y pienso lo que siento y es eso lo que escribo, mi yo no dirige nada, no impone nada, es un yo que me da la experiencia, el poder de experimentar conmigo. Ni siquiera la decisión, eso me toca, eso hago, existo, luego pienso y hablo y soy yo, somos muchos y yo, muchos que soy yo, yo en medio de muchos, la transmutación de los pronombres, el retorno a la inocencia.
Que callen todos ahora, por un momento, quiero hablar, voy a decir una palabra. ¿Qué palabra será? La palabra de la superación de la sombra del terrible vacío. La única palabra que queda: yo escribo.