Carlos Calero Rojas
Monimbó, Nicaragua. Se naturalizó costarricense. En los ochenta trabajó, en Nicaragua, en los Talleres de Poesía que impulsó el poeta Ernesto Cardenal. Es licenciado y magíster en Ciencias de la Educación. En poesía ha publicado: El humano oficio, La costumbre del reflejo, Paradojas de la mandíbula, Arquitecturas de la sospecha, Cornisas del asombro, Geometrías del cangrejo y otros poemas, Las cartas sobre la mesa. Además, Antología Generación de los Ochenta. Poesía Nicaragüense, en coautoría con el poeta Carlos Castro Jo. Ha sido antologador tanto de Nicaragua como Costa Rica. Su obra se encuentra en revistas digitales como Altazor, Norte/Sur, Círculo de Poesía, Isla Poética, Nueva York Poetry, Carátula y otras. El poeta Carlos Pacheco realizó una tesis sobre su poesía. Lo han invitado a festivales y encuentros de poesía tanto en Costa Rica como Guatemala, El Salvador, Primavera Poética del Perú y Nicaragua.
Poemas de Carlos Calero Rojas
No existe palabra para lo que falta
Los años me dicen:
tiembla y que te ocurra el amor.
No estoy solo ni en grey.
Camino hacia atrás y no tropiezo
contra el cielo nevado sin bengalas.
No confiemos ni sobrecarguemos
de amor al purgatorio.
Estas lides, para sobrevivir,
no bastan ni ocultan ser témpano
ni los rumores de libélulas en los ojos,
tampoco círculo deshuesado por loa astros.
No existe palabras para lo que falta.
Un barco nace en el nido de los océanos.
Siempre deseamos tocar
la sombra ultramarina de los remos,
no en vano, no en certeza,
simplemente sorprende lo innombrable al tocarla.
Talvez no sobra ni queda nada.
Da pena ver a un centauro
lamentándose de su esqueleto.
Debemos besar la sal y salir del agua.
Debés alejarte de la herida
y el verdugón del que huyen las almas.
Siempre un pez rodeará las islas
y sabe qué se recuerda y qué se ama.
Cortamos un trozo de ventana
para que nadie crea a las colinas
que aún estamos ciegos.
No se vale pretender ser un ángel.
Los años me dicen:
ocurra el canto y que tu recuerdo
reniegue de los náufragos.
No hay retorno durante la mañana.
Una hormiga lo atestigua
con su abdomen malherido.
La lumbre de un edén
es más pequeña que una naranja.
Cada paso suma historias
desde antes de la luz y los ojos.
Hemos encontrado la duda
mientras la hierba del miedo
crece abrupta en los acantilados.
Cae una tormenta sobre los deseos.
Hoy no tienen razón de ser los tigres
ni los descensos hasta el infierno.
Los años me dicen lo que jamás se oye.
No reconoceremos lo que niega el agua.
Un alfabeto intenta saltar sobre los ecos
de un transeúnte derribado por su espíritu.
Los años me dicen
que las grietas del amor gritan.
Y que no son estatuas de una verdad
que no encuentra, en el caos, su cabeza.
La abuela y el color blanco
La abuela se ha adueñado de la casa del mundo.
Qué hacemos con esta anciana
de la sombra y cementerios blancos,
de los anteojos antiguos
y rosario pintados de color blanco.
La abuela habla de una ciudad rodeada de mar
y barcos lentos, aves marinas
semejantes a pedazos de colchas
deshilachadas por las espaldas
de las mujeres blancas venidas a retozar
dentro de las proas con sueños blancos.
La abuela mira que la bahía se pone blanca
y la sueña eternamente blanca.
Muchos años y ya están los nietos
reunidos para calcular
las posesiones blancas de la herencia.
Uno ha viajado desde la ciudad
de cúpulas y plazas con palomas blancas,
otro abandonó algo
que había empezado para que fuera su finca
en que los volcanes y retumbos
mataban del susto a los caballos blancos;
el tercero se había casado
hasta perder lo feliz de su memoria blanca;
un cuarto nunca salió de esa casa
donde moraba la abuela blanca
entre paredes, una cocina artesana,
camas, armarios lacados,
puertas rayadas por la incertidumbre,
un pequeño jardín de nostalgias,
amapolas y claveles blancos,
y el perico blanco sagaz que repetía cada vez
cuando la abuela abandonaba
la casa blanca para dirigirse al mercado:
blanco,
blanco,
blanco,
color de la ciudad blanca,
blanco.
Un hombre adulto y blanco,
con síndrome de Down,
confiando aún en su remota memoria blanca,
procuró atraparlo.
Igualmente, una mariposa blanca,
con sus dedos de hojalata, lo intenta, lo intenta.
En su encierro de metal nunca ríe el perico blanco.
Condición de borrachos callejeros
Entre
estos borrachos
un día estuvo mi padre.
El inglés Philip Larkin les preguntaría
por qué no lloran.
Han pasado el tiempo en un buzón de nostalgias
y hunden sus uñas negras sobre la tierra.
Cuando me miran las paredes se mueven.
Ninguno sabe dónde ir,
algo los condena a quedarse:
Un desgarro amoroso de caídas,
la mujer ajena que los quemaba,
El odio perenne de los hijos perturbados
o estar durante un siglo bajo el látigo del deseo,
Los vicios y la lujuria
o el desfalco de su existencia
que los ha hecho despreciables,
o el peso oscuro de lo pobre.
Estos borrachos se exaltan
como domadores olvidados
en una celda con tigres aruñándolos,
sin esperanzas,
insulsos,
malolientes a caña y tabaco agrio;
algunos, en harapos y repugnantes,
persisten en su destino y las blasfemias.
No los atormentan los viajes espaciales,
de que si en verdad llegaron los gringos a la luna,
ni la sangre del mundo en Kosovo.
Son como piedras y algo de musgo,
apilonados,
con grietas en cada ojo,
semejantes a cruces rústicas en los camposantos.
Philip Larkin, sin ofenderlos, les diría: “viejos tontos”.
Átomos
No sé si yo o mi fantasma
(que no se menciona
en el poema de Dorianne Laux)
regresa a la ciudad;
o se apoya sobre una acera para ver
si existen los átomos de sus zapatos,
detrás de lo que nunca fue Luisa,
porque volaba como una paloma
o desaparecía bajo los árboles de acacia
con sus átomos de pelo castaño.
Sus átomos de muslos anchos y redondos
y pezones jóvenes para mis átomos,
con tres o cuatro años de ventaja,
porque el tiempo también son átomos
como la historia, los lagos
y el recuerdo del deseo
es un enjambre de átomos
como los dientes de Luisa,
quien me miraba sin pensar
que había luna y llegaría el invierno
en que los átomos se convirtieron en un paraguas,
empujado por los átomos del viento
y la reciprocidad cobarde de nuestro silencio.