Armando Rodríguez Ballesteros
Bogotá, 1956. Poeta, pintor, productor audiovisual. Radicado hace varios años en Costa Rica. Ha publicado Presagios y migraciones (poemas, 1986), Lubros (poemas, 1988), Postal de fin de siglo. Antología de poesía colombiana (1995), Ojos de ritual (poemas, 1997), Pasos de gato (poemas, 2002), Lunada poética/Poesía costarricense actual, vol. i (2005), vol. ii (2006), De ceniza y memoria (poemas, 2008), Arte poética. Metapoemas de autores latinoamericanos (2017) y Cuentas claras (poemas, 2020). Ha sido incluido en diversas antologías en Colombia e Hispanoamérica. Miembro del comité editorial de la revista de poesía Ulrika; director de la colección Mono a Cuadros/Cuadernos de poesía en Costa Rica; miembro fundador del Festival Internacional de Poesía de Bogotá; coordinador de talleres de poesía en Colombia y Costa Rica; cofundador y realizador del programa «Lunada Poética» que se llevó a cabo en San José, Costa Rica, en la Casa de Cultura Popular del Banco Popular. Poemas, crónicas y ensayos críticos de su autoría sobre arte y literatura han sido publicados en revistas y suplementos literarios de diversos países.
Podcast de poemas de Armando Rodríguez Ballesteros
Poemas de Armando Rodríguez Ballesteros
Oración
Para la siembra
Posea yo las palabras y la constancia
Acaso vientos serenos
Traigan lluvias oportunas
Entonces yo hortelano
Pueda recoger la cosecha
Y en gesto antiguo
Hacer ofrenda al sabio universo
Con las palabras frutecidas
Para llamar sobre mí
Su mirada insondable
Y nacer al fin
En algún lugar de su misterio
A ras de tierra
Envidio de la tortuga
Más que su longevo transcurrir por el mundo
Y su mítica victoria sobre la liebre
La habilidad que tiene para tomar
Todo con calma
Y la frecuencia con que escucha
El tamborileo de la lluvia
Sobre el tejado
La ira
Pobre de la ira
Animal prisionero dentro de mí
Son sus cerrojos
Mi diplomacia tendenciosa
Y mi cobardía
La ira habla mientras duerme
En la mazmorra de mi pecho
Por eso sé que sufre
Y que clama por mi muerte
Porque ese día caerá
Mi absurda tiranía
Y la ira saldrá desbocada
A recobrar el tiempo
No sin antes propinarme
La merecida dentellada.
Arte poética
Nada que ver. Ni aplausos ni miradas. No tiendo puentes. No busco un eco ni cabe en mi propósito aguardar respuesta alguna. Muy poco de este tema existe fuera de mí. Se trata de una sombra, un nudo ciego que intento desatar. Una condena. Aquel dardo que aviento en la alta noche al ojo de la muerte y el arañazo que ella misma dibuja sobre mi pecho. Alarido, apuesta perdida, recurrencia del vértigo. Un asunto estrictamente personal que a pocos atañe porque muy contados son los dispuestos a retirar el velo que encubre el horror del fuego sobre la carne viva.
Ahora que usted pregunta
he de decirle que hoy ella es un recuerdo
pero al fin mucho más que eso
porque no será fácil olvidar la ternura
con que invadía la casa
su risa que aún parece bajar desde la azotea
ese aroma inefable en las frazadas,
su proverbial independencia
y aquella maldad que administraba
meticulosamente
y que también la embellecía.
Invisible
Una vez por semana dice que en esa casa
se hará únicamente su voluntad
Dos veces cada semana zahiere a la silente
que pese a todo permanece con él
Tres veces despide con furia a alguno de sus hijos
Cuatro siente nostalgia
Cinco exige que le lleven la comida a la cama
Seis dice que es una porquería y que allí
alguien trata de envenenarlo
Siete veces por semana regresa de misa
Ocho se mira en el espejo y augura larga vida
a su corpulencia
Nueve declama que si las órdenes no se cumplen
la milicia se acaba
Diez veces sale de paseo
Entonces se le pierde la pista
Porque fuera de su casa
Nadie lo mira nadie lo conoce nadie lo saluda
Invisible se refunde entre la muchedumbre
Seguramente triste
Como corresponde a la medida de su insignificancia.
Epitafio para el dueño del aserrío
Apenas minutos le bastaban
Para segar la vida a siglos de savia y raíz
Ignoró siempre al ave sin cuna
Y al dolor que causaba a la tierra
Que pudo al fin librarse de él
La tarde en que fieles empleados lo plantaron
Lívido y compuesto en su ataúd de caoba
Aquí donde antes creció un frondoso arrayán.
País
Bien sabes, país, que llegué en un parto difícil
una madrugada de septiembre
en la segunda mitad del siglo veinte.
Hubiera querido nacer en el campo
pero, igual, pasé mi infancia
cabalgando palos de escoba con cabuya
que echaba a galopar sobre praderas imaginarias.
Me diste una madre de ojos grises
de quien aprendí que la ternura
es un arte difícil.
Accedí a los libros de mi abuelo
ese anciano gigante como un vikingo
que se fue yendo de a pocos
cuando en esta tierra aún se podía
morir de viejo.
Me regalaste un perro
del color de la noche y un saxofón
con el que aplicadamente desvelaba
a los vecinos en una cuadra a la redonda.
Pude descubrir entre tus límites
un amor ya lejano
y a los amigos que aún sobreviven
asombrándome con sus poemas y sus cantos.
¿Para qué pedir más?, país.
Pero entonces, ¿por qué de un tiempo para acá
me señalas la puerta de salida
a través de recados firmados por la muerte?
¿Por qué pretendes que respire otro aire?
¿Cuál es la razón de tu aquiescencia
para que miedo y duda sean ahora
ingredientes puntuales de mi cena?
En algún lugar, país,
permanezco esperando una respuesta.
Estatuaria
Las estatuas del país
Tienen como motivos
Guerreros, prelados y políticos.
Las gentes del país
Pasan simplemente sin mirarlas
En cambio los pájaros del país
Asisten puntuales
A defecar sobre los volúmenes soberbios
Dejando constancia de su opinión
Sobre tanta gloria.
Pequeño milagro
Muchacha de menta
Pasas frente a nosotros los albañiles
Y aunque no ves que existimos
Por ensalmo la mañana
Se detiene a contemplarte
Nos unimos
A ese feliz asueto
Dejando por un momento
Palustres y cemento
Entonces nos sentimos
Más cómodos en el andamio
Hasta nos parece
Que amamos nuestro oficio.
Tras la huella de Hopper
Habíamos decidido amar a Edward Hopper y quizás por eso al final sólo frecuentábamos en la noche lugares a los que llegaban escasos clientes; ciertas esquinas imposibles que, al igual que nosotros, sobrevivían gracias a la frecuencia de la soledad. Cómplices en ello, bajo la infaltable lámpara de luz ocre, nos decíamos en voz baja lo estrictamente necesario, lo que sabíamos suficiente para alimentar esos momentos palpitantes sin desentonar, sin traicionarnos, sin traicionarlo.