Alejandro Cortés González
(Bogotá, 1977). Ha publicado los libros Notas de inframundo (novela, 2010), Pero la sangre sigue fría (poesía, 2012) y Sustancias que nos sobreviven (poesía, 2015). Ganador del Premio Nacional de Literatura de la Universidad Central en las categorías novela (2009) con Notas de inframundo, y cuento (2011) con Él pinta monstruos de mar. Ganador de la Beca de Circulación Internacional para Creadores del Ministerio de Cultura (2013), con la que participó en VII Festival Internacional de Poesía en París. Ganador del VI Concurso Nacional de Poesía UIS (2014), con Sustancias que nos sobreviven. Ha sido invitado a encuentros literarios en Suramérica, México y Francia. Es miembro de la Fundación Trilce y coordinador de la programación cultural de la Librería Trilce en Bogotá.
POEMAS DE ALEJANDRO CORTÉS GONZÁLEZ
Ofrenda del abismo
Para un nacer de alas
el acero deber cortar la carne y arrojar el cuerpo
No es el cielo quien otorga el vuelo
Es la caída.
Aydala
En memoria de Daladier Arismendi “Dala”, (1975-2014)
Fueron ellos quienes trazaron en tu cráneo los caminos del Huila en oleajes de hierro
Fueron ellos quienes ataron tus manos con pedazos de cuero de tu primer tambor
Fueron ellos quienes hicieron que tu cabellera bailara separada del resto del cuerpo
Fueron ellos quienes te abrieron nuevas bocas y allí guardaron la baba de su risa
No fue un robo
Fueron ellos
Firmaron su sevicia con tu sangre en las paredes
y se alejaron en la nocturna fosca del domingo
Degollaron al ruiseñor y tú en tu cántiga
Mutilaron la flor y tú tan espina de crisálidas
Cosieron tu boca para el grito, no para el canto
En el filo que destaja al mundo suena un tambor de manos atadas
Te lloran el Rin y el Magdalena
Tu madre envejeció veinte años de lágrimas
Agua apozada en erizos de cuarzo
Nadie ve ni oye las pisadas de las botas de caucho que apagan la hoguera entre las montañas
Nadie
Pero fueron ellos
Ay Dala
Aydala
Tu nombre se ha unido a la herida
Fueron ellos
Los que se nombran con escupitajos de sierras eléctricas
Los que ya nadie quiere ver ni oír
Porque hoy quieren cantar
Porque hoy todo es canto
Y el recuerdo de la edad febril que nos hermanó entre casetes y polvorines
Ángel de cristo negro Señor de Etiopía cielo que se mira en lo profundo de la tierra para acogerte en un batir de sombras
Hoy todo es canto
Y tambores de manos atadas
Las voces de tus hermanos bordan con hilos de sangre
banderas sobre tu féretro.
Un olor a pino bajo las manecillas del sol
Tengo veinte minutos
para salvar de los relojes
una línea de sol
Me siento frente al escritorio
(muchas hojas en blanco / la ventana)
Los pinos al otro lado de las montañas
me traen el olor del desinfectante con el que mi abuela limpia la cocina. Ella me pide que juegue en el patio mientras se seca el piso. Cruzo el pasillo de baldosas rojas donde la lavadora inicia automáticamente, su segundo ciclo de lavado. (Tiemblan mis rodillas). Pateo un balón contra la pared del patio. (Tiemblan las materas). Una niña se asoma a la ventana del segundo piso; me llama para que juguemos juntos. Le doy la última patada al balón
y río
porque soy un niño con certezas: El balón está girando en el patio, la niña está en el segundo piso, mi abuela está después del pasillo de baldosas rojas. Corro hacia el interior de la casa. El piso de la cocina huele a desinfectante. Me pregunto ¿cómo serán los pinos
al otro lado de las montañas?
Y me veo adulto
en la mañana
sentado frente al escritorio
(muchas hojas en blanco / la ventana)
apurado por irme a trabajar
y con solo veinte minutos
para salvar mi infancia.
La tía Josefa y los poetas
La tía Josefa, que no conoce a los poetas, dice haber visto los cuellos almidonados de sus camisas abrirse al estallido de una carcajada o de una mala palabra. A las seis de la tarde soltaba las cadenas del perro, allá en el patio de tomates, para que desfogara con saltos y aullidos la ira de estar encadenado durante todo el día. La tía Josefa, que nunca vio la cara de poeta alguno, dice que ellos le temen a los perros y a la sombra del árbol de tomate. Y dice que le toca lidiar con eso porque a los poetas les atrae el tinte de tinieblas de la estufa de carbón y el laberinto de las baldosas de la solana.
Ella no vio a los poetas apretar los dientes pero imagina su rechinar cuando asoma la cara por la ventana de su cuarto, mira hacia el patio y ve lo crecidas que están las sombras. En las mañanas limpia la estufa y brilla las baldosas, para que el sol desentuma esa bruma de poeta que viene desde el cementerio. En las tardes pone la comida del perro a la sombra del árbol de tomate, y se sienta en la mecedora a ver cómo el sol extingue sus formas sobre las baldosas. La tía Josefa dice que allí es cuando presiente la llegada de los poetas. Y no se presiente ni con los ojos ni con los oídos, sino con los velos opacos que merodean las baldosas y entran a sus huesos para acompañarla a pasar la noche.
Cuando el perro se cansa de ladrarle a las sombras del árbol de tomate, la tía Josefa se va a la cama con esa neblina de poeta que desde el patio regresa al cementerio. La tía Josefa, jamás tocada por hombre ni poeta, desde la ventana lanza besos a la bruma.
Para sobrevivir la casa
La casa está cerca de un lago que ya secaron
y de un paradero al que los buses dejaron de venir
Cerca está la vía férrea
por la que nunca vimos pasar el tren
Nacimos en hospitales que ya no existen
Nos perdieron las calles cuando cambiaron de nombre
Desconocimos el colegio cuando cambió de dueños
Cuesta ubicar con precisión la casa de los primeros amigos
Recordar la anterior fachada de la iglesia
o cómo era el columpio que colgaba del árbol
antes de que la tentación de los edificios
lapidara la infancia del barrio
Un amigo que ya no visito
decía que la casa de un hombre
debe estar cerca de todo lo que le habita
A nuestra casa
la que tiene en la ventana el cartel de una inmobiliaria
la rondan las demoliciones
la sobrevive este poema
y la habita
todo lo que perdimos.
La noche presentida
El reptil sabe que su estela mesozoica
tiene la edad del poema;
el poema no olvida que por la osamenta de sus letras
crece la agrura del reptil.
El saurio,
el lagarto,
el monstruo rara vez emergido
de las catacumbas de mares e inframundos,
advierte en sus pisadas la tinta del poema.
Desde el primer día carga el llamado a la extinción.
Escapista de paso discreto y ausencia estrepitosa,
un puñal y una huida.
Conspirador de recuerdos,
coleccionista de olvidos.
El poeta es una herida abierta en el tejido del mundo,
un ciudadano de la memoria que siempre está de paso,
un reptil que construye, sobre la ruina de los días,
su mórbida perpetuidad.
Presiente la noche.
Deberá disculparse por sus silencios,
y cruzar mares,
para grabar de banderas su epitafio.
El primer oficio del día
Poesía es un desempleado que lleva a un niño al colegio.
La mano que protege y la mano que redime,
se unen y se transmiten silencios.
El niño no habla de los libros que le faltan.
El adulto no habla del empleo que no ha conseguido.
La poesía es omisión.
La calle, un río crecido.
Antes de cruzarla se aprietan las manos con más fuerza,
para que nunca se vayan a soltar.
Poesía es un desempleado que lleva a un niño al colegio.
Es la fábrica ausente,
es el libro no leído.
Poesía es caminar de la mano con la promesa de nadie.
Jurar en vano
Mi padre miraba como si quisiera cortar algo con los ojos. Yo lo veía afeitarse: la espuma blanca como rabia de perro cediendo al paso de la cuchilla. Una vez se cortó escuchando un chiste en la radio; esa risa ensangrentada, y luego la toalla manchada sobre el lavamanos. Los ojos ocultaban sus intenciones en las grietas del espejo. El barco de Rimbaud sumergido en su blanco cuerpo ocular. Juró nunca heredarme algo: nada de bienes, nada de caricias de borracho, ni siquiera la alopecia, ninguna dipsomanía extraña. Sin embargo, ahora veo su cara cuando me afeito. Está apaciguado, distante, con la risa de sátiro escondida entre las rendijas de un espejo roto.