Abelardo Sánchez León
(Lima, 1947). Sociólogo, poeta, escritor y periodista peruano. Licenciado en Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú, con maestría de la Universidad de París X Nanterre. En 1966 obtuvo el primer premio de los Juegos Florales de la Universidad Católica; en 1980, la Beca Guggenheim otorgada por la John Simon Guggenheim Memorial Foundation, y, en 1989, la Fulbright del Programa Fulbright. Fue vicepresidente de Desco y director de la revista Quehacer, hasta su desaparición en 2014. Además, fue coordinador de la especialidad de periodismo y posteriormente jefe de departamento de la Facultad de Comunicaciones de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), donde actualmente es profesor principal. Además de varias novelas y libros de crónicas y ensayos, en poesía ha publicado: El habitante del desierto (2016), Grito bajo el agua (2013), El mundo en una gota de rocío (2000), Oh túnel de la herradura (1995), Antiguos papeles (1987), Buen lugar para morir (1984), Oficio de sobreviviente (1980), Rastro de caracol (1977), Habitaciones contiguas (1972), Poemas y ventanas cerradas (1969). Como antologador ha publicado: Nueva poesía (1985), Perú, the new poetry (1977), Estos 13 (1973) y Poesía peruana 1970 (1970).
Poemas de Abelardo Sánchez León
Del libro Grito bajo el agua
Grito bajo el agua
Da la vuelta.
Coloca las plantas de los pies en la losa brillante.
Se encoge, se empuja, se desliza.
Es un trayecto que tiene en la raya negra
el único sendero, la única marca, el único hito.
Va bajo el agua con el peso excesivo de un cetáceo.
No está en edad para estos juegos de viejos perezosos
como si fuese una foca amasándose el bigote en la Antártida.
No hay noción de tiempo a la vista.
Continúa un momento
con esa sensación plástica del agua discurriendo
en tanto busca un agujero que garantice el desplazamiento
para emerger exacto a un animal que, por primera vez,
irrumpe en tierra y se topa con esa capa gris, perenne,
instalada de por vida en su ciudad.
Saca la cabeza.
Mira el burbujeante paisaje monótono
de un carril abandonado.
No tiene apuro. No esperan su palabra o su vértigo.
Hace poco, hará un par de años,
un muchacho lo miró con desprecio.
En sus ojos surcaba una flecha de odio.
Empezó a empujarse de lado a lado, risueño e idiotizado.
Después debió marcharse con su andar de muñeco
antes de que se confundiera el cloro con su propio orín.
Acostumbra llegar después de los entrenamientos
de los muchachones, de las doncellas, las chicas,
las algarabías, los silbatos, las ordenanzas
y de aquella repetición indefinida de ejercicios.
Llega rengo, con dos o tres heridas graves,
algunas cicatrices, magulladuras
y un par de traumas que prefiere retener
en cada uno de esos empujones por si le da por atorarse.
Convertido en un pegote hace las veces de muertito.
Le da por flotar, mover esas piernas ridículas
como si fuesen las hélices de un bimotor en la Ceja de Montaña;
va, se desliza, es un tórtolo arrugado, de alas plegadas.
Lo hace en estilo espalda. Es la hora en que no hay nadie.
Comparte ese instante con dos viejos y una anciana esbelta
que acostumbra surcar el aire oscuro en dos o tres brazadas
ayudada por esas aletas que él tanto detesta
en su pensamiento minimalista, naturalista,
de que hay que sumergirse prácticamente desnudo.
Él lo hace con una trusa indecente:
considera que debe dejar de lado el artificio.
Dar la cara, el nombre, las señas:
mostrar la panza, las pecas, las vísceras, esa es su estética.
Empujarse en una de esas, y al dar la vuelta,
no hacerle ascos al aire frío.
Tropezar de lleno, tal como colisiona una embarcación
arrastrada hacia el costado de un iceberg y, al final,
hacer suyo el rugido que proviene del remoto reino de la muerte.
En el ir y venir
Introduce la mano como si estuviese envuelta en un guante de sangre.
Es una mano lacerada que conserva los cinco dedos juntos
tal como lo indica la disciplina. Busca el agua nueva.
Su instinto le indica un curso por descubrir
e ingresa en un enjambre de hierbas rígidas.
Jala, después de sacar el codo bastante alto:
alarga el brazo en toda su dimensión y reconoce
que ha creado un nuevo trazo en el espacio submarino.
Mueve discretamente el cuello. Le toca el turno
a la otra extremidad, dispuesta a meter esa mano tiesa
y a reconocer el ardor húmedo que señala,
en el ir y venir, la incólume raya negra.
La frente la tiene levantada. Lo necesario,
sin que deje de estar metida en el agua.
La nuca, en cambio, recibe al sol, al viento, a la garúa
y con los hombros son las dos partes de ese organismo
que se desplaza sosegado, respirando a su aire,
con la boca bien abierta, al sacar parte de la cara,
la mitad, tan solo, que se mantiene seco.
Cierto: es una balsa que se balancea nerviosa pasada la tarde
y adquiere consciencia de que se le viene la noche.
Se agita poco y su cuerpo se ha fusionado a esta agua limpia,
poza que bien podría denominarse de la Maravilla
en honor de quien la hizo,
cavando un agujero y destripando la vieja herida.
Va, llega a un borde, da la vuelta y recorre,
a la inversa, el exacto tramo rebalsado
sin perder la compostura, que es el estilo, la manera de hacerlo,
resguardado en las formas clásicas, lineales, tersas:
un brazo detrás de otro,
siempre dejando a las extremidades de abajo
hacer lo suyo, pateando, sin sacar agua, sumergidas,
evitando el desplome y asegurando el equilibrio.
Un alto
Ha interrumpido la marcha.
En sus hombros se posa la sombra
de un halcón que lo sigue,
dicta el paso y señala el rumbo.
Esa fue la enseñanza sajona impuesta en casa
y en aquel centro educativo donde osaron inscribirlo:
si caes, si ruedas por el peñasco, levanta esa frente.
Se jactaba de recibir aquella educación primaria apta
para todo muchacho que anhela captarla a la primera.
Un entorno elemental, sin lecturas e interpretaciones,
donde la fuerza de un remolino clarifica
y se desplaza como huracán en el golfo.
Le sacaba una sonrisa de orgullo. Entendía el mensaje.
Lo hizo suyo. Se compenetró con el guion,
esas líneas que orientan la mirada, y empezó a caminar,
que no hay camino, caminante,
el camino se hace en medio de estos claustros.
El olor de las hembras sumergidas detrás del matorral
inspira su instinto afilándolo como una serpentina de acero.
Mira desde la noche su infancia con incertidumbre.
Sin duda los hay, pues todos, a la larga,
atravesamos días oscuros.
De ese destino nadie se libra.
Bajo el cielo eterno hay esferas que se desplazan lentas
como camiones atascados en el fango.
Eso lo supo desde el primer día:
que de esas noches se sale con las justas
y luego se cae en otras, sin respiros,
a lo sumo un break de 20 minutos para resistir la jornada.
Lo entendió tanto que llevaba su escudo en la frente.
Una marca, un sello, un corazón de pantera en pleno salto.
Esas armas fueron las suficientes para entender lo central:
mientras más simple, más claro;
mientras menos ideas, tanto mejor.
Que lo suyo es continuar, seguir la marcha, caer, levantarse.
El olor de las hembras es un buen estímulo.
Esa sangre pegada a los muslos, esa boca entreabierta, esa mirada.
Era tiempo, digamos, de instalarse.
Mirar el cielo y decirlo en un puñado de palabras.
Dentro de poco encontrará el lugar.
Cuando llegue tropezará con las aguas
que vienen desde lo alto, detrás de las montañas,
y se dejará hacer, sin voluntad.
El rival
Se despoja, se sacude, se alista para arrojarse a la poza
y hacer lo que se hace en una poza:
sumergirse, empujarse, aflojar
y obligarse a hacer cuatro o seis largos en el entendido
de que se lleva la cuenta de a dos.
Es un sencillo ir y venir
en unas aguas que dejan ver el fondo
como si fuese un vientre liso y sedoso.
Ve sus brazos e intuye la existencia
de dos piernas entumecidas que se inyectan de sangre
y le dan a entender que van vivas.
Mueve la cabeza y aspira el aire a bocanadas
como si se tratara de un licor enviado a darle ánimos.
Reconoce el agua en el pecho
y en la manera en que se desplaza y se aleja.
Su cuerpo está concebido para que todo
lo que tropiece con él desaparezca.
Va hasta el fondo
y de pronto considera que existe una segunda vez,
otro momento en que demostrará
que después de haber llegado
será capaz de emprender otro extenso recorrido
de 50 metros tensos y colgados de un alambre.
Respira, se toma el pulso, realiza unas flexiones
y reconsidera que a su edad los dioses no lo toman en cuenta,
las mujeres lo obvian y que está solo en su carril,
en el poyo enfrentado a la ráfaga nocturna
y a las marcas de la competencia.
Si entrenara, si viniera a diario a practicar el rigor del ejercicio,
entonces sería capaz de vencer a su eterno rival,
esa sombra creada por él durante sus insomnios;
en caso contrario, por cierto,
solo se convertirá en su perenne escolta.
Sonríe. Se ajusta el gorro, los anteojos,
se sacude y relincha: por fin se empuja.
Las de cosas que se le cruzan por la cabeza:
alcanzar el primer lugar por puesta de mano,
colocando la uña, encrespando el cronometro electrónico
y sacarle chispas por décimas de segundos,
como si chocar contra la pared
fuese un remoto y antiguo forcejeo
y todo él fuese todavía un verdadero roble
que se lleva lo que encuentre a su paso: un caudal crecido,
tropezando entre la lluvia, el lodo y la maleza.