Juan Manuel Roca
(Medellín, Colombia, 1946)
Poeta, narrador, ensayista, crítico de arte, periodista cultural. Transcurre su infancia en México y en París. En su etapa de juventud publicó sus primeros libros de poesía, en 1973, Memoria del agua y en 1976, Luna de ciegos. Durante los años 1988 a 1999 coordinó el Magazín Dominical de El Espectador, separata cultural que hizo parte de una generación.
Su profunda obra poética es de las más reconocidas en las letras contemporáneas, recibiendo importantes premios nacionales e internacionales. Ha sido traducido entre otros idiomas, al árabe, alemán, francés, italiano, japonés, portugués, sueco e inglés. Libros publicados:
Poesía:
Memoria del agua (1973); Luna de ciegos (1975); Los ladrones nocturnos (1977); Cartas desde el sueño (1978) -junto a Darío Villegas; Señal de cuervos (1979); Mester de caballería (1979) -junto a Augusto Rendón; Fabulario real (1980); Antología poética (1983); País secreto (1987); Ciudadano de la noche (1989); Tríptico de Comala -junto a Antonio Samudio (1989); Antología: Pavana con el diablo (1990); Luna de ciegos (1990); Del lunario circense -junto a Fabián Rendón (1990); Monólogos (1994); Memoria de encuentros (1995): La farmacia del ángel (1995); Tertulia de ausentes (1998); Lugar de apariciones (2000); Los cinco entierros de Pessoa (2001) Antología; Arenga del que sueña (2002); Teatro de sombras con César Vallejo (2002); Un violín para Chagall ( 2003); Las hipótesis de Nadie (2005); Cantar de lejanía (2005) Antología; El ángel sitiado y otros poemas (2006); Testamentos (2008); Biblia de Pobres (2009); Pasaporte del apátrida (2012); Tres caras de la luna (2013); Silabario del camino: poesía reunida 1973-2014 (2016); Antología Personal (2020); Mulieribus (2022).
Narrativa:
Prosa reunida (1993) – Colección de sus obras en prosa; Las plagas secretas y otros cuentos (2001); Esa maldita costumbre de morir (2003); Genaro Manoblanca, fabricante de Marimbas (2013)
Ensayo:
Museo de encuentros (1995); Cartógrafa memoria (2003); La casa sin sosiego (La violencia y los poetas colombianos del siglo XX) (2007); Galería de Espejos; El beso de la Gioconda (2015)
Otras obras:
Rocabulario – Antología de sus definiciones, con la colaboración de Henry Posada (2006); Diccionario anarquista de emergencia – Con Iván Darío Álvarez (2008)
J.M. Roca ha recibido diversos premios y distinciones, entre ellos:
Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus (1975)
Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia (1979)
Premio Mejor Comentarista de Libros Cámara Colombiana del Libro (1992)
Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (1993)
Premio Nacional de Cuento Universidad de Antioquia (2000)
Premio Nacional de Poesía Ministerio de Cultura (2004)
Finalista Premio Rómulo Gallegos de novela (2004)
Premio de Poesía José Lezama Lima (2007, Casa de las Américas, Cuba) por Cantar de lejanía. Antología personal.
Premio Casa de América de Poesía Americana (2009, España) por Biblia de Pobres.
Doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad Nacional de Colombia (2014)
Doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad del Valle (2015)
Premio Vida y Obra 2021 otorgado por la Secretaría de Cultura de Bogotá (SCRD)
Poemas de J.M. Roca
Oyendo a Louis Armstrong
Oímos una voz
ronca y latigada
y sentimos
un paisaje de otros días
anidando en el cuarto:
los cantantes de blues
viajan en trenes
que tiznan la pradera.
En algún furgón
va un racimo de voces.
Esas voces que vieron
linchamientos en el Sur
y emboscadas en el delta
nos asaltan
en la penumbra del bar,
en la alta noche.
Que tantas cosas
habiten una voz:
trenes, humo.
una canción
que barre el viento
y una mujer
que espera a nadie
en los andenes, es un milagro.
Que su voz evoque
una escenografía
de años turbulentos
con guaridas
de tahúres y rufianes,
el sonoro funeral
de un trompetista,
una esquina de Harlem
tocada de luna
o el callejón
donde los muchachos
bailan al son de los tranvías,
es un acto de fe.
En un recodo del cuarto
gira la luna negra del disco
y oscuras alas
abanican los rincones.
La marquesina apagada
(Un 4 de octubre de 1970)
La risita de bruja de Janis Joplin
resuena en un hotel de mierda
bajo una luna adictiva
y un largo comercio de abismos.
Nacer en un pueblo tejano
ajeno al blues y a las voces salvajes
podría haberla señalado como estrella
en un coro de cuáqueros.
Un pueblo así no imprime siquiera
un pase de cortesía en la leyenda.
Todo muy correcto,
como la muerte vestida
de vendedora de seguros,
como las damas del ejército de salvación
sirviendo en tazones de peltre
un ponche de olvidos.
Ahora se apaga su risita de bruja,
su voz descarriada
que encontró en el blues
la fuga del viento, la partitura del relámpago.
La muerte, más activista que su banda,
la busca en la tierra prometida,
una tierra que cambia de sitio
al momento cuando ella apenas llega.
Una provisión de espejismos
marca sus brazos
con agujas que no tejen su regreso.
Es como si la embaucadora
que se finge una heroína
dijera entre dientes: apaguen luces,
quiebren la noche.
El matrimonio de Chagall
Para Samuel Vásquez
Cuando el rabino
los fue a unir para siempre,
la novia ascendió como un copo de nieve
por el aire de la sinagoga. Detrás iban
Chagall, un asno rojo
y un violinista portando un reloj de arena.
La boda no se realizó
o se realizó en la copa de un árbol,
pero lo cierto
es que a partir de ahí se hizo inestable
la vida de los esposos Chagall:
la tetera pitaba y se encaramaba en un armario.
El samovar volaba por todos los rincones de la casa
destilando gotas de luz,
la cama matrimonial
era un bajel al aire
y no era raro ver al pintor trepado en un horcón
con un pincel en los labios.
Todas las cosas volaban: bastaba
que con desgano o con fijeza las mirara Chagall.
Monólogo de José Guadalupe Posada
Para Felipe Agudelo Tenorio
El mundo cabe en las cuencas de una calavera.
La que portaba Hamlet como lámpara votiva
quizá sea una testa de segunda,
comprada en el ser o no ser del cementerio.
¡Y pensar que somos –dicen las calaveras–
nada más que un futuro ya cumplido!
Es tiempo, despojados de cuerpo,
de sonar sus guitarrones,
sus trompetas resurrectas.
Ahora que habito un reino de ceniza
recuerdo que trabajé a un ritmo
más endemoniado que la muerte.
Hijo de panadero, amasé la greda
en cada grabado y fue como gritar:
¡vivan los muertos, gavilla de Lázaros
regresados de sus tumbas!
Siempre supe que la muerte estaba
más viva que nosotros, que podía
ataviarse de Quijote y lancear hombres secos.
Vi los esqueletos de los novios
posando en el retrato.
Vi la calavera de un soldado de Zapata
regresando de la tumba a pelear por la tierra.
Mi estancia, morgue de peones y funcionarios,
de mujeres de bien y federales.
Ahora que el día de muertos es todos los días
evoco al hombre del sombrerón
que bebía tequila y parecía cantar,
al borracho en la cantina frente al cementerio
gritándoles a los muertos:
aquí hay danzones, estamos mejor
que en sus lechos. Vi a la muerte en un baile
tras los jarros de pulque,
a la muerte nupcial envuelta en un zarape.
Vi un ejército de esqueletos,
galería de ausentes, tertulia de sombras.
Siempre estuve grabando mi retrato.